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Il 3 Novembre 1918, la giornata storica di Trieste, sarebbe stato veramente poco adatto alla burla. Alle otto di sera, pregato dal fratello che dal letto anelava ad altre notizie dopo di aver avuto la relazione dello sbarco degl'italiani, Mario si recò al caffè a prendere quell'intruglio raddolcito dalla saccarina che i Triestini s'erano abituati a considerare caffè. Dei suoi conoscenti trovò il solo Gaia, che su un sofà riposava stanco d'essere stato in piedi un paio d'ore. Mi dispiace per lui, ma bisogna confessare che il Gaia aveva realmente l'aspetto dello spirito del male. Perciò non era mica brutto. A cinquantacinqu'anni i suoi capelli bianchi avevano un candore che rifletteva la luce come se fosse stato metallico, mentre i suoi mustacchi che coprivano le sue labbra sottili erano tuttavia bruni. Era magro, non grande, e si sarebbe potuto credere agile se non si fosse tenuto un po' curvo, e se il suo corpicciuolo non fosse stato gravato dalla prominenza di una pancetta pur sproporzionata e sporgente più giù di quelle solite degli uomini che la devono all'inerzia o al solo appetito, una di quelle pancie che i tedeschi, che se ne intendono, attribuiscono all'effetto della birra. I suoi piccoli occhi neri ardevano di una malizia allegra e di presunzione. Aveva la voce roca del beone, e talvolta la urlava perchè aveva per massima che bisognava parlare un po' più forte del proprio interlocutore. Zoppicava come Mefistotele, ma, a differenza di costui, non sempre della stessa gamba, perchè il reuma lo afferrava ora a destra ed ora a sinistra. Più vecchio di lui, Mario era tuttavia, ad onta di una canizie estesa a tutto il suo pelo, come usano a quell'età le persone serie, evidentemente biondo su tutta la faccia rosea, serena, riposata. Il Gaia si eccitava parlando dei varii episodi cui aveva assistito nel pomeriggio. Faceva della retorica, perchè era venuto il momento di gonfiare il suo patriottismo che non era stato grande prima dell'arrivo degl'italiani. Sapeva gonfiare tutto, lui, essendo sempre pronto ad accalorarsi per qualunque cosa piacesse a coloro ch'eran o potevano divenire suoi clienti. Echeggianti da lontano, anche le parole che disse Mario potrebbero ora essere tacciate di retorica. Ma bisogna ricordare che quel giorno era dovere della parola, specie in bocca di chi per destino non aveva agito, di essere anch'essa forte ed eroica. Mario tentò di affinarsi per essere all'altezza della situazione e, com'è naturale, ricordò di essere un letterato. La parte più fine della sua natura si destò per protendersi alla storia. Disse letteralmente: “Vorrei saper descrivere quello che oggi sento. - E, dopo una lieve esitazione: - Bisognerebbe avere una penna d'oro con cui vergare le parole su una pergamena alluminata”. Era una rinunzia, perchè fra altre molte cose, a Trieste mancavano allora penne d'oro e pergamene alluminate. Ma al Gaia parve tutt'altro, e s'arrabbiò come sanno arrabbiarsi i beoni. Gli parve cosa enorme che il Samigli osasse anche solo menzionare la propria penna al cospetto di un avvenimento d'importanza storica. Strinse le labbra come per nascondere nella bocca un grosso insulto che vi si formava per genesi spontanea, poi riaperse il pugno, che s'era stretto da sè, mentr'egli guardava il naso roseo del letterato, ma non seppe trattenere la reazione più efficace della parola e anche del pugno, ch'era stata pensata da lungo tempo, ma che mancava ancora della maturità che le può venire dall'accuratata preparazione: La burla si scaricò sul capo del povero Mario come se si fosse trattato di un esplosivo che per caso avesse trovato il contatto col fuoco. Così il Gaia imparò che anche la burla come tutte le altre opere d'arte può essere improvvisata. Egli non credeva al suo successo e si preparava ad annullarla dopo di essersene servito a manifestare il suo disprezzo a quel presuntuoso. Poi, invece, Mario abboccò tanto bene che liberarnelo sarebbe costato uno sforzo grande. E il Gaia lasciò vivere la burla, ricordando come a Trieste vi fossero pochi divertimenti. Bisognava rifarsi di un'epoca troppo lunga di serietà.

 

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El tres de noviembre 1918, la jornada histórica de Triest habría sido poco adecuado para una burla. A las ocho de la noche, rogado de su hermano, que desde su cama preguntó por más informaciones después de haber oído hablar del desembarco de los italianos, Mario se fue al café para tomar este brebaje endulzado con sacarina que la gente de Triest por costumbre solían llamar café. De todos sus conocidos encontró solo a Gaia, que descansó sobre un sofá, cansado después haber estado un par de oras de pie. Me da lástima por él, pero hay que confesar que el Gaia tenía realmente el aspecto del espíritu del mal. No es que era feo. A cincuenta años sus cabellos blancos reflejaban la luz como si fueran de metal, mientras sus bigotes que cubrían sus labios sútiles eran todavía marrones. Era flaco, no muy alto, y se le habría podido creer ágil si no hubiese sido un poco jorobado y si su cuerpo no hubiese sido cargado por una panza desproporcionada que salía un poco más de lo que es normal en hombres inertes o con demasiado apetito, una de esta panzas que los alemanes, que saben algo de esto, atribuyen a la cerveza. Sus pequeños ojos ardían de malicia y de petulancia. Tenía la voz ápera del borracho y de vez en cuando gritaba, porque estaba convencido que hacía falta un poco más fuerte que el interlocutor. Cojeaba como Mefistófeles pero, al contrario de este, no siempre con la misma pierna, porque el reuma le atacó de vez en cuando a la derecha y de vez en cuando a la izquierda. Más viejo que él Mario era todavía rubio, aparte de algunas canas entremezclados en su pelo, como suele ser el caso en personas serias de esta edad, en toda la cara rosada, seria y fresca. El Gaia hablaba de manera excitada de varios episodios a los cuales había asistido por la tarde. Había mucha retórica en lo que decía, porque había llegado el momento de inflar su patriotismo que no había sido tan grande antes de la llegada de los italianos. Él sabía hinchar todo, siempre dispuesto a calentarse por cualquier cosa que pudiese gustar a aquellos que eran o que podrían ser sus clientes. Resonando de lejos también se podría atribuir retórica a las palabras que dijo Mario. Pero hay que recordar que en estos tiempos en aquel día era el deber de la palabra, sobre todo en la boca de todos aquellos que por destino no habían actuado, de ser fuerte y eróica. Mario hizo todo lo que pudo para estar al tanto de la situación y se acordó, esto era muy natural, de que era literato. La parte más fina de su natura se reveló para servir a la historia. Dijo literalmente: "Quisiera poder describir lo que siento hoy." Y después de haber hesitado un rato: "Haría falta tener una pluma de oro para grabar con ella las palabras en un pergamino iluminado." Era un renuncio, porque aparte de otras cosas no había en Triest plumas de oro y pergamino iluminado. Pero a Gaia no le parecía así y se enfadó como solo los borrachos pueden enfadarse. Le pareció una cosa increíble que Samigli mencionara su pluma en relación con un acontecimiento de importancia histórica. Contrajo los labios como para esconder en la boca un grueso insulto que había formado ahí espontáneamente, depués reabrió el puño, que se había cerrado por si solo, mientras miraba la nariz rosa del literato, pero no podía encontrar la reacción más adecuada de la palabra y del puño, sobre la cual ya había pensado por mucho tiempo, pero a la cual hacía falta todavía la madurez a la cual puede llegar, cuando uno se había bien preparado. La burla cayó sobre la cabeza del pobre Mario como si se hubiese tratado de un explosivo que por acasualidad tuvo contacto con el fuego. De esta manera Gaia aprendió que también la burla, como cualquier otra obra de arte puede ser improvisada. Él no creía en su éxito y se preparó a anularla después haber manifestado su desprecio hacia este petulante. Después en contrapartida, Mario picó tan bien que liberarse de ella le habría costado mucho. Gaia hizo vivir la burla, acordandose de que a Triest había pocos divertimientos. Hacía falta una indemnisación para una época demasiada seria.