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Capitolo 10

I burattini riconoscono il loro fratello Pinocchio e gli fanno una grandissima festa; ma sul più bello, esce fuori il burattinaio Mangiafoco, e Pinocchio corre il pericolo di fare una brutta fine.

Quando Pinocchio entrò nel teatrino delle marionette, accadde un fatto che destò mezza rivoluzione.
Bisogna sapere che il sipario era tirato su e la commedia era già incominciata.
Sulla scena si vedevano Arlecchino e Pulcinella, che bisticciavano fra di loro e, secondo il solito, minacciavano da un momento all’altro di scambiarsi un carico di schiaffi e di bastonate.
La platea, tutta attenta, si mandava a male dalle grandi risate, nel sentire il battibecco di quei due burattini, che gestivano e si trattavano d’ogni vitupero con tanta verità, come se fossero proprio due animali ragionevoli e due persone di questo mondo.
Quando all’improvviso, che è che non è, Arlecchino smette di recitare, e voltandosi verso il pubblico e accennando colla mano qualcuno in fondo alla platea, comincia a urlare in tono drammatico:
— Numi del firmamento! sogno o son desto? Eppure quello laggiù è Pinocchio!…
— È Pinocchio davvero! — grida Pulcinella.
— È proprio lui! — strilla la signora Rosaura, facendo capolino di fondo alla scena.
— È Pinocchio! è Pinocchio! — urlano in coro tutti i burattini, uscendo a salti fuori delle quinte. — È Pinocchio! È il nostro fratello Pinocchio! Evviva Pinocchio!…
— Pinocchio, vieni quassù da me, — grida Arlecchino, — vieni a gettarti fra le braccia dei tuoi fratelli di legno!
A questo affettuoso invito Pinocchio spicca un salto, e di fondo alla platea va nei posti distinti; poi con un altro salto, dai posti distinti monta sulla testa del direttore d’orchestra, e di lì schizza sul palcoscenico.
È impossibile figurarsi gli abbracciamenti, gli strizzoni di collo, i pizzicotti dell’amicizia e le zuccate della vera e sincera fratellanza, che Pinocchio ricevé in mezzo a tanto arruffìo dagli attori e dalle attrici di quella compagnia drammatico-vegetale.
Questo spettacolo era commovente, non c’è che dire: ma il pubblico della platea, vedendo che la commedia non andava più avanti, s’impazientì e prese a gridare:
— Vogliamo la commedia, vogliamo la commedia!
Tutto fiato buttato via, perché i burattini, invece di continuare la recita, raddoppiarono il chiasso e le grida, e, postosi Pinocchio sulle spalle, se lo portarono in trionfo davanti ai lumi della ribalta.
Allora uscì fuori il burattinaio, un omone così brutto, che metteva paura soltanto a guardarlo. Aveva una barbaccia nera come uno scarabocchio d’inchiostro, e tanto lunga che gli scendeva dal mento fino a terra: basta dire che, quando camminava, se la pestava coi piedi. La sua bocca era larga come un forno, i suoi occhi parevano due lanterne di vetro rosso, col lume acceso di dietro, e con le mani faceva schioccare una grossa frusta, fatta di serpenti e di code di volpe attorcigliate insieme.
All’apparizione inaspettata del burattinaio, ammutolirono tutti: nessuno fiatò più. Si sarebbe sentito volare una mosca. Quei poveri burattini, maschi e femmine, tremavano tutti come tante foglie.
— Perché sei venuto a mettere lo scompiglio nel mio teatro? — domandò il burattinaio a Pinocchio, con un vocione d’Orco gravemente infreddato di testa.
— La creda, illustrissimo, che la colpa non è stata mia!…
— Basta così! Stasera faremo i nostri conti.
Difatti, finita la recita della commedia, il burattinaio andò in cucina, dov’egli s’era preparato per cena un bel montone, che girava lentamente infilato nello spiedo. E perché gli mancavano la legna per finirlo di cuocere e di rosolare, chiamò Arlecchino e Pulcinella e disse loro:
— Portatemi di qua quel burattino che troverete attaccato al chiodo. Mi pare un burattino fatto di un legname molto asciutto, e sono sicuro che, a buttarlo sul fuoco, mi darà una bellissima fiammata all’arrosto.
Arlecchino e Pulcinella da principio esitarono; ma impauriti da un’occhiataccia del loro padrone, obbedirono: e dopo poco tornarono in cucina, portando sulle braccia il povero Pinocchio, il quale, divincolandosi come un’anguilla fuori dell’acqua, strillava disperatamente:
— Babbo mio, salvatemi! Non voglio morire, non voglio morire!…

 

CAPÍTULO X

Los muñecos del teatro reconocen a su hermano Pinocho y le reciben con las mayores demostraciones de alegría; pero en lo mejor de la fiesta aparece el amo de los muñecos, Tragalumbre, y Pinocho corre peligro de terminar sus aventuras de mala manera.
Cuando entró Pinocho en el teatro de los muñecos, ocurrió algo que produjo casi una revoluclon.
Empecemos por decir que el telón estaba levantado y que había empezado la función.
Estaban en escena Arlequín y Polichinela, que disputaban acaloradamente, y que, según costumbre, de un momento a otro acabarían repartiéndose un cargamento de estacazos y bofetadas.
El público seguía con gran atención la escena, prorrumpiendo en grandes risas al ver aquellos dos muñecos que gesticulaban y se insultaban con tanta propiedad, que parecían realmente dos seres racionales, dos personas de carne y hueso.
Pero de pronto deja Arlequín de recitar su parte y volviéndose frente al público, señala con la mano el fondo de la sala y empieza a vociferar con grandes gestos y tono dramático:
--¡Oh! ¡Ah! ¡Qué veo! ¡Cielos! ¿Es ilusión de mi mente acalorada o delirio insano de la fantasía? ¡Sí, es él! ¡¡Él!! ¡¡¡Pinocho!!!
¡Él es! ¡Es él! ¡Pinocho! --dijo Polichinela.
--¡Es él, no hay duda!-- chilló Colombina, asomando la cabeza entre bastidores.
--¡Es Pinocho! ¡Es Pinocho!-- gritaron a coro los demás muñecos de la compañía, saliendo al escenario--. ¡Es nuestro hermano Pinocho! ¡Viva Pinocho! ¡Vivaaa...!
--¡Pinocho, ven acá!-- gritó Arlequín--. ¡Ven a los brazos de tus hermanos de madera!
Al oír tan amable invitación, no pudo contenerse Pinocho, y en tres saltos pasó desde la entrada general a las butacas; de las butacas a la cabeza del director de orquesta, y de la cabeza del director de orquesta al escenario.
¡Que de abrazos! ¡Qué de besos! ¡Qué de achuchones, palmaditas y hasta pellizcos de amistad, de afecto, de alegría! Es imposible figurarse el bullicio y el jaleo que produjo la triunfal entrada de Pinocho en aquella companla dramática de madera.
No hay que decir que el espectáculo era conmovedor; pero el público de la entrada general, viendo que la comedia no seguía, se impacientó y empezó a gritar:
--¡Que siga la comedia! ¡Queremos la comedia!
Todo fue inútil, porque los muñecos, en vez de continuar desempeñando sus papeles en la comedia, redoblaron sus gritos y algazara, y tomando a Pinocho en hombros, empezaron a pasearle triunfalmente por delante de las candilejas.
-¿Es ilusión de mi mente acalorado...?
Entonces salió el dueño del teatro, un hombrazo tremendo, y tan feísimo que sólo verle daba miedo. Tenía unas enormes barbas negras como la pez, y tan largas, que llegaban hasta el suelo. ¡Como que se las pisaba al andar! Su boca era grande como un horno, sus ojos parecían dos faroles rojos encendidos. Llevaba en las manos unas disciplinas, hechas de serpientes y rabos de zorros.
Ante aquella inesperada aparición, todos los muñecos enmudecieron.
Se hubiera oído el vuelo de una mosca. Los pobres muñecos y muñecas tiritaban de miedo.
--¿Por qué has venido a armar este jaleo en mi teatro?-- preguntó a Pinocho aquel gigante con vozarrón terrible.
--Crea usted, señor, que no ha sido culpa mía.
--¡Basta ya! Después ajustaremos nuestras cuentas!-- dijo el empresario, metiendo a Pinocho detrás de las bambalinas y colgándole de un clavo.
Terminada la función, el dueño del teatro se fue a la cocina, en la cual estaba preparando su cena: un carnero cebón atravesado en un asador, que giraba lentamente sobre el fuego. Pero como faltaba algo de leña para que el asado estuviera en su punto y bien dorado, llamó a Arlequín y a Polichinela, y les dijo:
--Traedme en seguida aquel muñeco que dejé colgado de un clavo. Me parece que está hecho de madera bien seca, y estoy seguro de que en cuanto le echemos al fuego dará una buena llama para terminar el asado.
Arlequín y Polichinela dudaron al principio; pero, aterrorizados ante una colérica mirada de su dueño, obedecieron. Salieron de la cocina, y al poco tiempo llevaronn en sus brazos al pobre Pinocho, que revolviéndose como una anguila que se saca del agua, chillaba desesperadamente:
--¡Papá, papá, sálvame! ¡Yo no quiero morir! ¡No! ¡No! ¡No quiero! ¡Papá, papá...!






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