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Capitolo 15
Gli assassini inseguono Pinocchio; e, dopo averlo raggiunto, lo impiccano a un ramo della Quercia grande.
Allora il burattino, perdutosi d’animo, fu proprio sul punto di gettarsi in terra e di darsi per vinto, quando nel girare gli occhi all’intorno vide fra mezzo al verde cupo degli alberi biancheggiare in lontananza una casina candida come la neve.
— Se io avessi tanto fiato da arrivare fino a quella casa, forse sarei salvo, — disse dentro di sé.
E senza indugiare un minuto riprese a correre per il bosco a carriera distesa. E gli assassini sempre dietro.
E dopo una corsa disperata di quasi due ore, finalmente tutto trafelato arrivò alla porta di quella casina e bussò.
Nessuno rispose.
Tornò a bussare con maggior violenza, perché sentiva avvicinarsi il rumore dei passi e il respiro grosso e affannoso de’ suoi persecutori.
Lo stesso silenzio.
Avvedutosi che il bussare non giovava a nulla, cominciò per disperazione a dare calci e zuccate nella porta. Allora si affacciò alla finestra una bella bambina, coi capelli turchini e il viso bianco come un’immagine di cera, gli occhi chiusi e le mani incrociate sul petto, la quale senza muovere punto le labbra, disse con una vocina che pareva venisse dall’altro mondo:
— In questa casa non c’è nessuno. Sono tutti morti.
— Aprimi almeno tu! — gridò Pinocchio piangendo e raccomandandosi.
— Sono morta anch’io.
— Morta? e allora che cosa fai costì alla finestra?
— Aspetto la bara che venga a portarmi via.
Appena detto così, la bambina disparve, e la finestra si richiuse senza far rumore.
— O bella bambina dai capelli turchini, — gridava Pinocchio, — aprimi per carità! Abbi compassione di un povero ragazzo inseguito dagli assass…
Ma non poté finir la parola, perché sentì afferrarsi per il collo, e le solite due vociaccie che gli brontolarono minacciosamente:
— Ora non ci scappi più!
Il burattino, vedendosi balenare la morte dinanzi agli occhi, fu preso da un tremito così forte, che nel tremare, gli sonavano le giunture delle sue gambe di legno e i quattro zecchini che teneva nascosti sotto la lingua.
— Dunque? — gli domandarono gli assassini, — vuoi aprirla la bocca, sì o no? Ah! non rispondi?… Lascia fare: ché questa volta te la faremo aprir noi!…
E cavato fuori due coltellacci lunghi lunghi e affilati come rasoi, zaff… gli affibbiarono due colpi nel mezzo alle reni.
Ma il burattino per sua fortuna era fatto d’un legno durissimo, motivo per cui le lame, spezzandosi, andarono in mille schegge e gli assassini rimasero col manico dei coltelli in mano, a guardarsi in faccia.
— Ho capito, — disse allora uno di loro, — bisogna impiccarlo! Impicchiamolo!
— Impicchiamolo, — ripeté l’altro.
Detto fatto, gli legarono le mani dietro le spalle e passatogli un nodo scorsoio intorno alla gola, lo attaccarono penzoloni al ramo di una grossa pianta detta la Quercia grande.
Poi si posero là, seduti sull’erba, aspettando che il burattino facesse l’ultimo sgambetto: ma il burattino, dopo tre ore, aveva sempre gli occhi aperti, la bocca chiusa e sgambettava più che mai.
Annoiati finalmente di aspettare, si voltarono a Pinocchio e gli dissero sghignazzando:
— Addio a domani. Quando domani torneremo qui, si spera che ci farai la garbatezza di farti trovare bell’e morto e con la bocca spalancata.
E se ne andarono.
Intanto s’era levato un vento impetuoso di tramontana, che soffiando e mugghiando con rabbia, sbatacchiava in qua e in là il povero impiccato, facendolo dondolare violentemente come il battaglio di una campana che suona a festa. E quel dondolìo gli cagionava acutissimi spasimi, e il nodo scorsoio, stringendosi sempre più alla gola, gli toglieva il respiro.
A poco a poco gli occhi gli si appannavano; e sebbene sentisse avvicinarsi la morte, pure sperava sempre che da un momento all’altro sarebbe capitata qualche anima pietosa a dargli aiuto. Ma quando, aspetta aspetta, vide che non compariva nessuno, proprio nessuno, allora gli tornò in mente il suo povero babbo… e balbettò quasi moribondo:
— Oh babbo mio! se tu fossi qui!…
E non ebbe fiato per dir altro. Chiuse gli occhi, aprì la bocca, stirò le gambe e, dato un grande scrollone, rimase lì come intirizzito.
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CAPÍTULO XV
Los ladrones continúan persiguiendo a Pinocho y cuando al fin consiguen darle alcance, le cuelgan de la Encina grande.
Entonces el muñeco, perdida ya toda esperanza de salvación, estuvo tentado de arrojarse al suelo y darse por vencido; pero al dirigir en torno suyo una mirada, vio a lo lejos blanquear una casita entre las verdes copas de los árboles.
--¡Si tuviera fuerzas para llegar hasta allí, quizás podría salvarme!-- se dijo.
Y sin perder un segundo se lanzó nuevamente a todo correr por el bosque en dirección de aquella casita. Y los ladrones siempre detrás.
Después de haber corrido desesperadamente durante cerca de dos horas, llegó, por último, sin aliento a la puerta de la casita y llamó.
No respondib nadie.
Volvió a llamar con más fuerza, porque sentía acercarse el rumor de los pasos y la respiración jadeante de sus perseguidores.
El mismo silencio.
Viendo que el llamar no le daba resultado, empezó a dar puntapies y cabezadas en la puerta. Entonces se asomó a la ventana una hermosa niña de cabellos de un color azul precioso y de cara blanca como la nieve, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, que sin mover los labios dijo, con una vocecita que parecía venir del otro mundo.
--¡En esta casa no hay nadie; todos están muertos!
--¡Pues, ábreme tú!-- gritó Pinocho suplicante y lloroso.
--¡Yo también estoy muerta!
--¡Muerta! Pues, entonces, ¿qué haces ahí en la ventana?
--¡Estoy esperando la caja que ha de servir para enterrarme!
Apenas dijo estas palabras desapareció la niña, y se cerró la ventana sin hacer ruido alguno.
--¡Oh, hermosa niña de cabellos azules: abre, por piedad!-- gritaba Pinocho--. ¡Ten compasión de un pobre niño perseguido por los ladr...
Pero no pudo terminar la palabra, porque sintió que le agarraban por el cuello, y oyó los mismos dos vozarrones, que decían con acento amenazador:
--¡Esta vez no te escaparás!
Al verse el muñeco tan cerca de la muerte, fue acometido de un temblor tan grande, que le sonaban las junturas de sus piernas de madera y las monedas de oro que había escondido debajo de la lengua.
--Conque vamos a ver: ¿abres la boca o no?-- le preguntaron los ladrones--. ¡Ah! ¿No quieres responder? ¡Ahora veremos!
Y sacando dos cuchillos largos, largos y afilados como navajas de afeitar, ¡zas... zas...!, le dieron dos cuchilladas en la espalda.
Pero por fortuna, el muñeco estaba hecho de una madera tan dura, que las hojas de los cuchillos saltaron en mil pedazos, y los ladrones se quedaron con los mangos en las manos y mirándose asombrados.
--¡Ah!, ¡ya comprendo!-- dijo entonces uno de ellos--. Hay que ahorcarle! ¡Ahorquémosle!
--¡Ahorquémosle!-- repitió el otro.
Dicho esto le ataron las manos a la espalda, y pasándole un nudo corredizo por la garganta, le colgaron de una gruesa rama de la Encina grande.
Después se sentaron sobre la hierba para esperar a que el muñeco hiciese la última pirueta; pero tres horas después seguía el muñeco con los ojos abiertos, la boca cerraba y moviendo los pies cada vez más.
Finalmente, cansados de esperar, se levantaron, y dirijiéndose a Pinocho, le dijeron en tono de burla:
Vaya, hasta mañana! Esperamos que cuando volvamos otra vez, nos habrás hecho el favor de estar bien muerto y con la boca abierta.
Dicho esto se marcharon.
Entretanto se había levantado un fuerte viento Norte que silbaba rabiosamente, y que, moviendo de un lado a otro al pobre ahorcado, le hacía oscilar violentamence como badajo de campana en día de fiesta. Este continuo movimiento le causaba grandes dolores, y el nudo conrredizo le apretaba cada vez más la garganta, quitándole la respiración.
Poco a poco iban apagándose sus ojos; sentía que se acercaba el instante dc su muerte, y se encomendaba a Dios, suplicándole que le enviase alguna persona caritativa que le salvara.
Sólo cuando después de esperar tanto tiempo vio que no pasaba nadie, balbuceó:
--¡Oh, papá mío; si estuvieras aquí!
No tuvo fuerzas para decir más. Cerró los ojos, abrió la boca, estiró las piernas, y dando una gran sacudida, se quedó rígido e inmóvil. |