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V: Maturazione
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capitulo 5 - Madurez Aquella bruja no sabía comprimirse.—¿Qué has conseguido? —me preguntaba—. ¿No te parecía bastante haberte metido en mi casa como un fastidiado también a tu hijo? Pero, ¡claro!, ¿a él qué se le da? Si el otro es también suyo... No terminaba nunca sin —lanzar aquel tósigo, sabiendo la virtud que tenía en el ánimo de Romilda, celosa de aquel hijo que había de nacerle a Oliva entre comodidades y alborozos, mientras que al suyo le aguardaban apuros y congojas, la incertidumbre del mañana y una guerra odiosa. Esta envidia subía aún de punto con las noticias que alguna buena mujer, fingiendo estar en ayunas de todo, iba a llevarle de parte de la señora de Malagna, que estaba tan contenta por la gracia que Dios habíase dignado concederle por fin. ¡Había que verla ahora lo guapa que se había puesto! Jamás había estado tan hermosa y lozana. Y ella, en tanto, se estaba allí, tirada en un sillón, aquejada de continuas náuseas; pálida, desmadejado, alelada, sin siquiera un instante de bienestar, sin ganas de hablar, ni aun de abrir los ojos. ¿Tenía yo también la culpa de aquello? Tal parecía. Ello es que Romilda no me quería ver ni oír. Y lo peor fue cuando, para salvar el cortijo de La Cabaña con el molino, hubo que vender las casas, y mi pobre madre vióse obligada a venirse a vivir con nosotros en el infierno de nuestro hogar. Empezando porque aquella venta no nos sirvió de nada. Malagna, con la perspectiva de aquel vástago nacedero, que lo dispensaba ya de todo miramiento y escrúpulo, hizo la última de las suyas: se puso en connivencia con los usureros, y por debajo de cuerda quedóse con las casas por cuatro cuartos. De suerte que las deudas que pesaban sobre La Cabaña quedaron en su mayor parte sin saldar; y los acreedores pusieron el cortijo, juntamente con el molino, bajo el contraste de la administración judicial. Y entre todos nos liquidaron. ¿Qué hacer en adelante? Echéme, aunque con muy pocas esperanzas, a buscar una ocupación, cualquiera que fuere, con que proveer a las necesidades más urgentes de la casa. No servía yo para maldita la cosa, y la fama que me había granjeado con mis proezas juveniles y mi gandulería no era ciertamente a propósito para animar a nadie a emplearme. Además, que las escenas a que diariamente había de asistir como testigo y como actor en mi casa quitábanme la calma y el sosiego que hubiera necesitado para recogerme un poco en mí mismo y pensar lo que pudiera Y supiera hacer. Producíame verdadero empacho ver a mi madre allí en contacto con la viuda de Pescatore. La pobre y santa de mi vieja, no ignorante ya, pero irresponsable a mis ojos de su yerro, ocasionado de no creer que fuera tan grande la maldad humana, estábase allí toda encogidica, con las manos en el seno y la vista baja, sentadita en un rincón, como si no se sintiese muy segura en aquel sitio y siempre estuviese esperando partir, irse enseguida, ¡si Dios lo disponía así! Y no le hacía daño la pobre ni a una mosca. De cuando en cuando sonreíale piadosamente a Romilda; pero no se atrevía ya a acercársela, porque una vez, a los pocos días de haberse venido a vivir con nosotros, como acudiera a prestarle ayuda en uno de sus accesos, la bruja de mi suegra habíala apartado con muy malos modos, diciendo: —¡Estoy aquí yo, señora, y sé lo que debo hacer! Yo, por prudencia, aun viendo que Romilda necesitaba verdaderamente de ayuda en aquel trance, no despegué los labios; mas andaba siempre ojo avizor para que nadie faltara al respeto a mi madre. A veces advertía que aquella guardia que montaba en torno de ella irritaba sordamente a la bruja de la vieja y hasta a mi mujer, y me echaba a temblar, no fuera que no estando yo en casa la emprendiesen con la pobrecica por desfogar el mal humor y limpiarse de bilis. Era seguro que mi madre no había de contármelo luego, y este pensamiento me torturaba. ¡Cuántas y cuántas veces no la miraba a los ojos por ver si había llorado! Ella me sonreía, me acariciaba con la vista y acababa preguntándome: —¿Por qué me miras así? —¿Estás buena, mamá? Ella hacía un gestecillo con la mano y me respondía: —Sí, hijo mío; ¿no lo ves? Anda con Romilda, que la pobrecilla sufre mucho. Un día escribí a Roberto, a Oneglia, proponiéndole que se hiciese cargo de nuestra madre, no por quitarme yo de encima el peso que con tanto gusto hubiera sobrellevado, aun en medio de las estrecheces con que luchaba, sino únicamente por el bien de la pobre vieja. Berto respondióme que no podía porque su situación ante la familia de su mujer, y su mujer misma, no podía ser más enojosa después de nuestra ruina, ya que él vivía de la dote de la esposa, y no iba, por lo tanto, a imponerle a ésta también la carga de la suegra. Además, que madre —según él decía— quizá no se hubiera encontrado a su gusto allí, pues vivía también con ellos la madre de su mujer, que no era mala, pero que podía volverse tal por las inevitables envidias y resquemores que nacen entre suegras. De suerte que lo mejor era que continuase conmigo; con lo cual, a falta de otra cosa, iba ganando el no tener que extrañarse del terruño en los últimos años de su vida, ni verse obligada a cambiar de vida y costumbres. Terminaba diciendo que él sentía muchísimo no poder, por todas las razones anteriormente expuestas, prestarme tampoco ayuda pecuniaria, como de todas veras hubiera sido su voluntad. Yo escondí aquella carta, no fuera a cogérmela mi madre. Quizá, de no haberme ofuscado el juicio aquella exasperación de ánimo en que me hallaba, no me habría indignado tanto; me habría hecho la cuenta, siguiendo la natural inclinación de mi espíritu, de que si el ruiseñor pierde las plumas de la cola todavía puede decir: «Me queda el canto»; pero en quitándoselas a un pavo, ¿qué le queda? Alterar, por poco que fuere, aquel equilibrio que acaso le costase tantos afanes, aquel equilibrio que le permitía vivir honestamente y hasta con ciertos ribetes de dignidad a costa de la esposa, hubiera sido para Berto un sacrificio enorme, una pérdida irreparable. Aparte su buena presencia y sus buenos modales y aquella su planta de señorón, no tenía ya nada que ofrecerle a su cara mitad; ni siquiera una pizca de corazón, que acaso le hubiera compensado de la molestia que la pobre de mi madre hubiera podido ocasionarle. Pero ¿qué vamos a hacerle si él era así? ¿Qué culpa tenía el pobre Berto de que Dios le hubiera dado tan poco corazón? A todo esto subían de punto nuestros apuros, y yo sin hallar el modo de ponerles remedio. Hubo que vender las alhajas de oro de mi madre, que eran preciados recuerdos. La viuda de Pescatore, temiendo que dentro de poco acabaríamos por vivir mi madre y yo de la mezquina renta dotal de cuarenta y dos liras al mes, usaba con nosotros cada día de peores y más desabridos modales. Yo preveía de un momento a otro el estallido de su furor, que llevaba ya largo tiempo de reprimirlo, contenida la vieja por la presencia y la actitud de mi madre. Al verme dar vueltas por la casa sin objeto, cual mosca descabezado, aquella mala hembra lanzábame unas miradas que eran como relámpagos precursores de temporal. Yo me echaba a la calle por cortar la corriente e impedir la descarga. Pero luego, temiendo por mi madre, volvíame a casa. Un día, sin embargo, no lo hice a tiempo. Había estallado por fin la tormenta, y por cierto con un pretexto harto baladí: la visita que las dos criadas viejas de casa habíanle hecho a mi madre. Una de ellas, que no había podido meter nada en la hucha, por tener que mantener a una hija que se había quedado viuda con tres críos, había buscado acomodo para servir en otra casa; pero la otra, Margarita, que era sola en el mundo, más afortunada, podía ahora en su vejez entregarse al descanso con los ahorrillos reunidos en tantos años de servicio en nuestra casa. Pues bien: mi madre, según parece, hubo de quejarse con aquellas dos buenas mujeres, fieles compañeras de tanto tiempo, de su mísero y amarguísimo estado presente. Oído lo cual, Margarita, la excelente viejecita que ya se lo recelaba y no se había atrevido a decírselo, fue y le propuso que se fuera a vivir con ella a su casa, donde tenía dos habitaciones primorosas, con una azoteílla que daba al mar, toda ella cuajada de flores, añadiendo que allí podrían vivir las dos muy ricamente en amor y compañía, y que ella se consideraría muy feliz de poderle servir de algo todavía y poderle demostrar así el cariño y devoción que le profesaba. Mas ¿cómo era posible que mi madre aceptase el ofrecimiento de aquella pobre vieja? Tal fue, sin embargo, la causa de que se enfureciese de aquel modo la viuda. Al llegar a casa me la encontré hecha una verdadera furia, amasándole con los puños cerrados a Margarita, la cual, sin intimidarse, hacíala frente con mucho denuedo, en tanto mi madre, asustada, con lágrimas en los ojos, cogíase con ambas manos a la otra viejecilla como para escudarse. Ver a mi madre de aquella suerte y nublárseme a mí la vista, fue todo uno. Cogí de un brazo a mi suegra y la mandé lejos de allí de un empellón. Rehízose ella al punto, y vínose a mí, dispuesta a abalanzárseme, pero de pronto se detuvo. —¡Largo de aquí! —gritóme—. ¡Largo de aquí tú y tu madre! ¡Fuera todos! —Oiga —díjele yo entonces con voz ternblona del esfuerzo que hacía para contenerme—. Oiga, la que se va a ir de aquí ahora mismo, si no quiere que haga un disparate, es usted. ¿Se ha enterado? —Romilda, llorando y dando voces, levantóse del sillón y fue a echarse en brazos de su madre. —No, mamá; tú, conmigo. ¡No me dejes sola! ¡No me dejes sola! Pero aquella digna madre apartóla de sí furiosa. —¿No lo quisiste? ¡Pues carga ahora con ese pillo! Me voy, pero sola. Ni que decir tiene que no se fue. De allí a dos días, llamada, a lo que creo, por Margarita, entrósenos por casa hecha una furia, como de costumbre, tía Escolástica, con la intención de llevarse consigo a mi madre. La escena merece ser descrita. Mi suegra estaba aquella mañana haciendo el pan con los brazos arremangados y la falda recogida a la cintura por no ensuciársela. Al ver entrar a la tía volvió apenas la cara y siguió muy tranquila en su faena, como si no hubiese entrado nadie. No reparó en ello la tía, que, dicho sea de pasada, había entrado también sin saludar e ídose derecha a mi madre, como si no hubiese nadie más en la casa. —¡Pronto, pronto! ¡Vístete y vente conmigo! He oído no sé qué campanas y me ha faltado tiempo para venir. Conque, ¡hala!, a recoger tus bártulos deprisita. Hablaba a trompicones. Temblábale la nariz ganchuda y fiera en la cara morena y como tomada de ictericia y se le arremangaba de cuando en cuando, mientras echábanle fuego los ojos. Mi suegra no decía ni pío. Luego que hubo dado remate a su tarea de macerar la harina y darle el punto, procedió a amasarla, lo que hacía con mucho aparato y dando aposta unos golpes muy recios en la artesa, respondiendo de esta suerte a lo que mi tía iba diciendo. Mi tía, que lo notó, cargó entonces la mano, a lo que la otra replicó, repicando más fuerte en la artesa con la masa: —¡Claro que sí! ¡Naturalmente! ¿Cómo no? ¡De seguro, hija! Luego, no satisfecha con aquello, fue en busca del rodillo y se lo puso al lado, encima de la artesa, como diciendo: “¡Cuidadito conmigo!” ¡Nunca lo hubiera hecho! Tía Escolástica púsose en pie de un salto, quitóse furiosamente una toquilla que llevaba a los hombros y se la echó encima a mi madre, diciéndole: —¡Anda, mujer, anda! Déjalo todo y vente. Y fue a plantarse delante de mi suegra. Esta, por no tenerla así tan cerca, se echó un paso atrás con aire amenazador, como si tuviera intención de esgrimir el rodillo; pero entonces tía Escolástica, cogiendo a puñados la masa de la artesa, tirósela a la cabeza, embadurnóle con ella la cara y púsose a restregársela con los puños cerrados por los ojos, por la boca, por donde le cogía; después de lo cual, tirando de mi madre por un brazo, cargó con ella y salió de estampía. Lo que pasó después fue para mí solo. Mi suegra, bramando de rabia, se quitó la masa de la cara y del pelo, donde se le había quedado pegada, y vino a tirármela a la cara a mí, que me estaba riendo como atacado de alferecía; cogióme luego por la barbilla y la emprendió conmigo a arañazos, hasta que, por último, como si se hubiera vuelto loca, arrojóse al suelo y se puso a hacerse trizas la ropa y a dar vueltas de campana por el piso. Mi mujer, en tanto, sit venia verbo, se apartaba de allí, poniendo el grito en el cielo. —¡Las pantorrillas, las pantorrillas! —gritábale yo a mi suegra—. ¡No nos enseñe las pantorrillas por el amor de Dios! Puedo decir que desde entonces le cobré gusto a reírme de todas mis desventuras y tormentos. Vime en aquel instante actor de la tragedia más bufa que podía imaginarse. Mi madre, yéndose de allí en compañía de aquella loca; mi suegra, tirada en el suelo, y yo, yo que no tenía ya pan que llevarme a la boca para el día siguiente, con la barba toda embadurnada de harina, llena de arañones la cara y chorreando no sabía si sangre o lágrimas de tanto reír. Fui a cerciorarme ante el espejo. Eran lágrimas, aunque estaba bien señalado. ¡Oh, y cuánta gracia me hizo aquel ojo mío en tal momento! Por la fuerza de la desesperación habíase puesto a mirar más que nunca a otro lado por su cuenta, y eché a correr decidido a no volver a casa hasta no haber encontrado alguna ocupación con que mantener, aunque fuera pobremente, a mi mujer y mantenerme yo. Del rabioso enojo que en aquel momento me inspiraba mi despreocupación de tantos años deducía yo sin algún trabajo que mi desventura no había de merecerle a nadie, no digo lástima, pero ni consideración siquiera. Bien empleado me estaba. Sólo una persona hubiera podido apiadarse de mí: aquel que había hecho tabla rasa de todos nuestros bienes. ¡Pero cualquiera iba a pensar ni por un momento que Malagna pudiera considerarse obligado a acogerme después de las cosas que entre los dos habían pasado! En cambio, hubo de ayudarme en aquel trance quien menos me podía yo figurar. Habiéndome estado todo el día fuera de casa, a eso del oscurecer hube de toparme casualmente con Pomino, el cual, fingiendo no haber reparado en mí, disponíase a pasar de largo. —¡Pomino! Volvióse él con cara fosca y se detuvo con la vista baja. —¿Qué se te ocurre? —¡Pomino! —repetí yo más fuerte zarandeándolo de un hombro y riéndome de aquella su adustez—. ¿ Hablas en serio? —¡Oh, ingratitud humana! ¡Pues no me guardaba rencor todavía Pomino por la traición que, a juicio suyo, le había hecho! No poco trabajo me costó convencerle de que la tal traición era él quien me la había hecho a mí, y que no sólo debía estarme agradecido, sino postrarse en el polvo al pasar yo y besar la tierra que hollasen mis pies. Estaba yo todavía como borracho de aquella maligna guasa que me había entrado al mirarme al espejo. —¿Ves estos arañazos? —le dije—. ¡Pues son obra suya! —¿De Ro...?; es decir, ¿de tu mujer? —¡De su madre! Y se lo conté todo de pe a pa. El se sonrió, pero no mucho. Quizá pensara que a él no le hubiera hecho aquellos arañazos la viuda, pues se hallaba en otra posición muy distinta a la mía y era además de otra pasta. Tuve entonces tentaciones de preguntarle por qué, si verdaderamente estaba tan pesaroso, no se había casado con Romilda a su tiempo, aunque hubiera sido raptándola, según yo le aconsejara, antes que por su ridícula timidez o indecisión me hubiese ocurrido a mí la desgracia de enamorarme de ella; y no sólo eso, sino otras cosas más hubiérale querido soltar en su cara con lo furioso que yo estaba en aquel momento; sólo que me contuve; y en vez de eso, preguntéle, tendiéndole la mano, qué hacía ahora. —No hago nada —suspiró—. No hago más que aburrirme. De la desesperación con que lo dijo creí deducir atinadamente la razón verdadera de aquella murria. Pomino no sentía quizá tanto la pérdida de Romilda como la de nuestra compañía, pues Berto no estaba ya en el pueblo y conmigo no podía tratarse por estar de por medio Romilda. ¿Y qué iba a hacer sin nosotros el pobre Pomino? —¡Cásate, hombre! —le dije—. Ya verás cómo te vuelve el buen humor. Pero él movió la cabeza muy serio, entornando los ojos; levantó la mano y dijo: —¡Nunca, jamás! —Muy bien, Pomino. ¡Que siempre pienses así! Si quieres compañía, a tu disposición me tienes, incluso por toda la noche si te place. Y le descubrí el propósito que había formado al salir de casa, exponiéndole de paso la desesperada situación en que me encontraba. Conmovióse Pomino a fuer de amigo verdadero y ofrecióme el poco dinero que llevaba encima. Dile las gracias de todo corazón y le dije que con aquello no iba a salir de apuros y que al día siguiente volvería a encontrarme lo mismo. Lo que a mí me hacía falta era una colocación. —¡Aguarda! —exclamó entonces Pomino—. ¿No sabes que mi padre es ahora del Ayuntamiento? —No; pero me lo figuraba. —Asesor municipal de Instrucción pública. —Hombre, eso sí que nunca me lo hubiera imaginado. —Anoche, estando cenando... Oye: ¿no conoces tú a Romitelli?... —No. —¡Cómo que no! Ese que está en la Biblioteca Boccamazza. Un individuo sordo, medio ciego, alelado y que apenas puede tenerse en pie. Anoche, en ocasión de estar cenando, contóme mi padre que la Biblioteca se halla en un estado que da lástima y que convendría poner remedio a ello con la mayor diligencia. ¡Ahí tienes el puesto que a ti te hace falta! —¡Bibliotecario! —exclamé—. ¿Yo bibliotecario? —¿Por qué no? —replicóme Pomino—. ¡Si lo es Romitelli! ... Aquella razón convencióme. Pomino me aconsejó que le dijese a tía Escolástica que me recomendase a su padre. Eso sería lo mejor. Al día siguiente fui a ver a mi madre y le hablé del asunto, porque tía Escolástica no quena ni verme, y cuatro días después era yo todo un bibliotecario. Sesenta liras al mes. ¡Más rico que mi suegra! Ya podía cantar victoria. Los primeros meses los pasé casi divertido con aquel Romitelli de mis pecados, al que no había manera de hacerle comprender que lo había jubilado el Municipio, y que, por lo tanto, no tenía que poner más los pies en la Biblioteca. Todas las mañanas, a la misma hora, ni minuto antes ni minuto después, me lo veía llegar a cuatro pies, incluyendo los dos bastones, uno por mano, que le hacían más servicio que los pies. No bien entraba sacábase del bolsillo del chaleco un caldero viejo de cobre que le hacía veces de reloj y colgábalo de la pared con su formidable cadena; sentábase luego con los dos bastones entre las piernas, extraíase del bolsillo de la americana la papalina, la tabaquera y un pañolón a cuadros encarnados y negros; tomaba una buena dosis de rapé, sonábase las narices y, por último, abría el cajón de la mesa y sacaba de él un librote que pertenecía a la Biblioteca y que ostentaba este título: Diccionario histórico de los músicos, artistas y aficionados muertos y vivos, impreso en Venecia el 1758. —¡Señor Romitelli! —le decía yo a gritos, viéndole hacer todas esas operaciones con la mayor pachorra del mundo, sin dar a entender lo más mínimo que hubiese notado mi presencia. ¡Pero que si quieres! Aquel pobre señor no oía ni las salvas. Yo lo cogía por un brazo, y entonces era cuando se volvía, guiñaba los ojos, contraía toda la cara para mirarme de soslayo, me enseñaba los dientes amarillentos, quizá con la intención de dedicarme una sonrisa, y, por último, agachaba la cabeza sobre el libro como si fuera a utilizarlo de almohada. Pero no, ese era el modo como leía aquel tío, a dos centímetros de distancia y con un ojo solo, y leía recio: Birnbaum, Juan Abraham... Birnbaum, Juan Abraham hizo imprimir... Birnbaum, Juan Abraham hizo imprimir en Léipzig, en 1738...; en Léipzig, en 1738... un opúsculo en 8.0.... en 8.0; Observaciones imparciales sobre un paso delicado del musicista crítico. Mitzier insertó... Mitzier insertó este escrito en el tomo primero de su Biblioteca musical... en 1739... Y así continuaba, repitiendo dos o tres veces nombres y fechas como para grabárselos bien en la memoria. No sabría decir por qué leía tan alto, porque repito que no oía ni las salvas. Yo me quedaba mirándolo como embobado. ¿Qué podía importarle a aquel hombre reducido ya a tal estado y con un pie en la sepultura como quien dice —murió, en efecto, a los cuatro meses de haberme nombrado a mí el Ayuntamiento para sustituirlo—; ¿qué podía importarle el que Juan Abraham Birnbaum hubiese dado a la estampa en Léipzig, el 1738, un opúsculo en octavo? ¡Y si al menos no le hubiese costado tantos apuros la lectura! Era cosa de creer que no podía el hombre pasarse sin aquellas fechas y aquellas noticias de músicos —¡con lo sordo que era! —y artistas y aficionados muertos o en vida hasta el 1758. A no ser que se creyese el cuitado que por estar destinadas las bibliotecas a la lectura viniese obligado el bibliotecario a leer, visto que no asomaba por allí alma viva, y cogiese aquel librote como pudo haber cogido otro cualquiera. Estaba tan chocho ya que hasta esa última suposición resulta verosímil y hasta mucho más que la primera. A todo esto, la mesa grande del centro tenía una capa de polvo de un dedo de alta por lo menos, tanto que yo, verdaderamente, por reparar en algún modo la negra ingratitud de mis paisanos, pude trazar en ella, con letras muy gordas, esta inscripción: a Monseñor Boccamazza Además de cuando en cuando rodaban de los estantes dos o tres librotes, seguidos de unas ratas tamañas como conejos. Para mí fue aquello como la manzana de Newton. —¡Ya está aquí! —exclamé la mar de alborozado—. Ya tengo ocupación mientras Romitelli lee su Birnbaum. Y para empezar enristré la pluma y púseme a redactar una primorosísima instancia de oficio al egregio caballero Jerónimo Pomino, asesor municipal de Instrucción pública, solicitando con la mayor solicitud para la Biblioteca Boccamazza o de Santa María Liberal la asignación de un par de gatos por lo menos, cuyo mantenimiento no había de ocasionarle gasto alguno al Ayuntamiento, atendido que los supradichos animalitos tendrían de sobra para alimentarse con el producto de su caza. Añadía de pasada que no estaría tampoco mal que el Ayuntamiento proveyera a la Biblioteca de una media docenita de ratoneras con el cebo necesario, por no decir con el queso, palabra vulgarota y que, como subalterno, no creí conveniente poner ante los ojos de un asesor municipal de Instrucción pública. Empezaron por mandarme dos mininos tan escuchimizados que no bien hubieron visto aquellas ratas tan enormes cobráronles miedo; de suerte que para no morirse de hambre tomaron la determinación de meterse en las ratoneras, comiéndose el queso. Yo me los encontraba todas las mañanas allí encerrados, flacos, espiritados y tan mustios que parecía como si ni siquiera tuvieran ánimos para maullar. Reclamé, y entonces me mandaron dos hermosos gatazos, ágiles y serios, que, sin pérdida de tiempo aplicáronse al cumplimiento de su deber. También las ratoneras surtían su efecto, y éstas me entregaban las ratas vivas. Ahora bien; una tarde, rabioso al ver que Romitelli no quería darse por enterado lo más mínimo de aquellos desvelos y victorias mías, cual si no hubiese tenido él otra misión que la de leer y las ratas la de comerse los libros, se me ocurrió la idea de echarle antes de irme dos ratas vivas y coleando en el cajón de su mesa. De esta suerte esperaba aguarle, por lo menos, la acostumbrada y aburridísima lectura a la mañana siguiente. ¡Pero sí, sí! Al abrir el cajón y sentir en las narices el roce de los dos animalejos, que salieron huyendo de estampía, volvióse a mí, que no podía tenerme en pie presa de un ataque de risa, y preguntóme: —¿Qué era eso? —¡Dos ratas, señor Romitelli! —¡Ah, ratas! —dijo él con la mayor pachorra. Eran de casa; él ya estaba familiarizado con ellas, y como si tal cosa hubiera sucedido reanudó la lectura del librote. En un Tratado de los árboles, de Juan Victorio Soderini, se lee que los frutos maduran «parte por el calor y parte por el frío, porque el calor como a todos es notorio, tiene la virtud de cocer, y es la simple ocasión de la madurez». Ignoraba Juan Victorio Soderini que los fruteros han encontrado otra ocasión de la madurez. Con la mira de llevar las primicias al mercado y venderlas más caras, cuelgan la fruta, manzanas, melocotones y peras, antes de haber alcanzado esa condición que la hace sana y sabrosa, y la maduran ellos a fuerza de apalearla. Pues así hubo de madurar mi alma, hasta entonces verde. En poco tiempo me volví otro de lo que antes fuera. Muerto ya Romitelli, me encontré aquí solo, roído del tedio, en esta iglesita trasconejada y entre tanto librote; tremendamente solo y, no obstante, sin apetecer compañía. Hubiera podido muy bien no parar en ella sino unas horitas al día; sólo que no quería que me vieran por las calles del pueblo en el estado mísero en que me encontraba; a mi casa le huía como a la cárcel; en suma, que en ninguna parte estaba mejor que entre mis libros. ¿Pero qué hacer aquí? Cazar ratas, es verdad; pero, ¿podía bastarme eso? La primera vez que hubo de ocurrirme encontrarme con un libro en las manos, cogido a la ventura, sin advertirlo, de uno de los estantes, entróme por el cuerpo un calofrío de horror. ¿Iría a sucederme lo que a Romitelli? ¿Me iría a creer obligado, por el solo hecho de ser bibliotecario, a leer yo por todos los que no iban a la Biblioteca? Y tiré el libro al suelo. Sólo que luego lo recogí de allí, y ¡ah! , señores, me puse a leer yo también, y también con sólo un ojo, ya que el otro no me servía para maldita la cosa. De esa suerte leí de todo un poco, a la buena de Dios; pero, por lo general, libros de Filosofía. ¡ Cuidado que pesan! Y sin embargo, quien se sustenta de ellos y en el cuerpo se los mete vive entre las nubes. A mí me echaron a perder el cerebro, que ya de mío teníalo desquiciado. Cuando se me calentaban los sesos cerraba la Biblioteca y por un repuesto caminito dirigíame a cierta parte desierta de la playa. La vista del mar sumíame en un atónito asombro, que poco a poco iba degenerando en intolerable opresión. Me sentaba en la playa y hacía por no verlo, agachando la cabeza; pero no podía evitar oír su fragor a lo largo de la orilla, mientras lenta, lentamente, dejaba escurrir por entre mis dedos la arena densa y grave, murmurando: —Así, siempre así; hasta la muerte; sin mudanza alguna jamás. La inmutabilidad de la condición de aquella existencia mía sugeríame pensamientos súbitos, extraños, cuasi relámpagos de locura. Poníame en pie de un brinco como para sacudírmelos y empezaba a dar valsones a lo largo de la orilla; pero al ver entonces al mar enviar sin descanso a la playa sus mustias y soñolientas olas y al contemplar tanta arena allí abandonada, gritaba con furia, crispando los puños: —Pero ¿por qué? ¿Por qué ha de ser esto? Y me chapuzaba los pies. El mar alargaba por ventura un poco más sus oleadas como para avisarme. —¿Ves, hombre, lo que se saca de preguntar ciertos porqués? Pues un pediluvio. Así, que vuélvete a la Biblioteca. El agua salobre estropea las botas, y tú no andas sobrado de cuartos. Vuélvete a la Biblioteca, y deja en paz a los libros de Filosofía; preferible es que te pongas a leer tú también eso de que Juan Abraham Birnbaum mandó imprimir en Léipzig, en 1738, un opúsculo en octavo, de lo que sin duda sacarás más provecho. Pero cierto día vinieron a decirme que a mi mujer se le habían declarado los dolores de parto, y que fuese corriendo a casa. Eché a correr como un gamo, aunque más que nada por huir de mí mismo, por no estar ni un minuto conmigo a solas, dándole vueltas al pensamiento de que iba a tener un hijo. ¡Yo un hijo, y en aquella situación! No bien hube llegado a la puerta de mi casa, cogióme mi suegra de un brazo y me hizo dar media vuelta, diciéndome: —¡Un médico! ¡Vuela, hombre! ¡Que Romilda se muere! Ante un notición a quemarropa como el que a mí me habían dado, conviene descansar y reponerse del susto; ¿no es así? Pues en vez de eso, “¡Corre! ¡Vuela!” Yo ya no sabía dónde tenía las piernas, ni si las tenía tampoco, y mientras corría, no sé cómo iba diciendo entre mí: “¡Un médico! ¡Un médico!”, y la gente se detenía para dejarme paso, y se empeñaba en que me detuviese yo también para contar lo que me pasase. Yo sentía que me tiraban de las mangas, y veía delante de mí caras pálidas y afligidas, y los apartaba a todos, gritando: “¡Un médico! ¡Un médico!” Y a todo esto, el médico estaba allí, en mi casa. Cuando, desolado, en un estado lamentable, después de haber recorrido todas las farmacias, me volví a casa desesperado y furioso, ya había venido al mundo la primera niña, y se preparaba a imitarla la segunda. —¡Dos! Todavía me parece estarías viendo, allí, en la cuna, las dos juntitas; se arañaban la una a la otra con aquellas manecitas, tan tiernas y, sin embargo, cuasi pertrechadas por un instinto díscolo; más dignas de lástima que aquellos dos gatitos que me encontraba yo todas las mañanas en las ratoneras; y así como ellos no tenían apenas fuerzas para maullar, las dos niñas no la tenían tampoco para lanzar su vagido, y, sin embargo, ¡ya se arañaban! Las aparté, y al primer contacto con aquellas carnecitas tan tiernas y frías sentí un temblor nuevo, un temblor de inefable dulzura. ¡Eran mías! Una se me murió algunos días después; la otra, en cambio, quiso darme tiempo a que le cobrara cariño, con todo el ardor de un padre que, no teniendo otra cosa en el mundo, hace de su hijita el fin único y la razón exclusiva de su existencia; y tuvo la crueldad de morírseme cuando iba a cumplir un año y se había puesto tan mona con aquellos sus bucles de oro, que yo me enroscaba a los dedos y se los besaba sin hartarme nunca. Me llamaba “¡Papá!”, y yo le respondía en seguida: «¡ Hija!» Y ella volvía otra vez: “¡Papá! ...”, así, sin venir a qué, como se llaman entre sí los pájaros. Se murió al mismo tiempo que mi madre, en el mismo día y casi a la misma hora. No sabía yo cómo repartir mis desvelos y pesares. Dejaba dormidita a la nena y corría a ver a mi madre, que no cuidaba de sí ni de su muerte y me preguntaba ansiosamente por la nietecita, lamentándose de no poder verla y besarla por última vez. ¡Y esta tortura duró nueve días! Pues bueno: después de nueve días, con sus noches, de asidua vigilia, sin pegar los ojos ni un momento..., ¿debo decirlo? —muchos quizá tendrían reparo en confesarlo, siendo así que es lo más humano que puede imaginarse—, no sentí, no, pena por el momento, sino que me quedé sumido en una pasmada tristeza, y concluí por dormirme. Tuve que dormir primero. Luego, al despertar, acometióme un dolor feroz, rabioso, por la nena y por mi madre, que ya no existían... Y estuve a punto de perder el juicio. Una noche entera me la pasé vagando por el pueblo y, el campo, con no sé qué ideas en el magín; sólo sé que a lo último hubo de encontrarme en el cortijo de La Cabaña, junto a la presa del molino, y que un tal Felipe, un molinero viejo, que estaba allí de guardia, me cogió y me hizo sentar un poco más allá, bajo los árboles, y, sentándose él a mi vera, púsose a hablarme largo y tendido de mi madre, y también de mi padre y de los buenos tiempos pasados; y me dijo que no debía llorar y desesperarme de aquella suerte, porque para cuidar de mi hija en el otro mundo, habíase ido allá la abuelita, la abuelita buena, que le hablaría de mí y no la dejaría sola un punto. Tres días después, Roberto, como si hubiera querido pagarme las lágrimas, me envió cincuenta liras. Era su intención que proveyese a darle a mamá una sepultura digna, según decía. Pero ya había pensado en ello tía Escolástica. Aquellas cincuenta liras estuvieron algún tiempo entre las páginas de un libro en la Biblioteca. Luego sirvieron para sacarme a mí de apuro, y fueron —como he de referir— ocasión de mi muerte primera. |
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