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XVI: Il ritratto di Minerva
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capitulo 16 - El retrato de «Minerva» Ya antes de que me abrieran la puerta, adiviné que algo grave había pasado en casa, pues oíanse a Papiano y don Anselmo dando voces. La pianista salióme al encuentro, toda descompuesta. —Pero ¿es verdad eso? ¿Doce mil liras? Detúveme, anhelante y aturdido. Escipión Papiano atravesó en aquel momento la salita de entrada, descalzo, con las botas en la mano, muy pálido, en mangas de camisa; en tanto el hermano chillaba: —Y ahora, denuncia, denuncia. De pronto acometióme un impulso de altiva cólera contra Adriana, que, no obstante mi prohibición y su juramento, había hablado. —¿Quién lo ha dicho? —contestéle a la pianista—. Nada de eso es cierto. ¡Ya pareció el dinero! La pianista mirome estupefacta. —¿El dinero? ¿Que ya pareció? ¿De veras? ¡Ah! ¡Alabado sea Dios! —exclamó, alzando los brazos. Y conmigo detrás corrió muy alborozada al comedor, donde seguían Papiano y don Anselmo dando voces, mientras Adriana lloraba. —¡Que ya pareció el dinero! ¡Que ha parecido! Aquí está el señor Meis, que lo puede decir, ¿verdad? —¿Cómo? —¿Que ha parecido? —Pero ¿es posible? Quedáronse como pasmados los tres; pero Adriana y su padre tenían la cara como la grana, mientras que Papiano, en cambio, estaba lívido y descompuesto. Mirele un instante. Debía yo de estar más pálido que él y todo temblón. Bajó los ojos como aterrado y dejó caer de las manos la chaqueta del hermanito. Yo me fui derecho a él hasta casi dar pecho con pecho, y le tendía la mano. —¡Usted dispense! ¡Dispense usted, y que me dispensen todos! —dije. —¡No! —gritó Adriana, indignada; pero inmediatamente se metió el pañuelo en la boca. Papiano la miró y no se atrevió a tenderme la mano. Yo volví a decirle: —¡Dispénseme usted! ... Y tendíle aún más la mano, hasta sentir el contacto de la suya, que temblaba. Parecía la mano de un muerto, y también sus ojos, turbios y casi apagados, parecían los de un cadáver. —Siento mucho —añadí— el disgusto, el trastorno que, sin querer, he ocasionado... —No, señor... Es decir, sí, verdaderamente —balbució don Anselmo—. Era una cosa que... Sí, no podía ser, ¡diantre! ¡Me alegro mucho! No sabe usted cuánto me alegro, señor Meis, de que haya usted encontrado ese dinero, porque... Papiano resolló fuerte; pasóse ambas manos por la frente, bañada en sudor, así como la cabeza, y, volviéndonos la espalda, púsose a mirar la azoteílla. —Me ha pasado —dije yo, haciendo por sonreír— lo que a aquel del cuento, que buscaba al burro e iba montado en él. Las doce mil liras las tenía yo aquí, encima de mí, en la cartera. Adriana no pudo contenerse ya más. —¡Pero si usted —dijo— lo revolvió todo estando yo delante, inútilmente! Sí, allí, en el armario... —Sí, señorita —interrumpíla con fría y severa entereza—; pero, sin duda, busqué mal, cuando luego ha aparecido el dinero... Le ruego a usted también, y particularísimamente, que me perdone por mi atolondramiento, pues ha debido usted de sufrir más que nadie. Espero, sin embargo, que... —¡No! ¡Tanto, no! —gritó Adriana, rompiendo a sollozar y saliéndose precipitadamente de la habitación, seguida de la pianista. —No comprendo... —exclamó don Anselmo, estupefacto. Papiano volvióse colérico: —Pues, de todos modos, yo me voy de aquí hoy mismo... Según parece..., ya no hay necesidad de... de... Interrumpióse, como si le faltase el aliento; hizo ademán de volverse a mí, pero no tuvo ánimos para mirarme a la cara. —Yo... yo no he tenido fuerzas, créame usted, ni para decir que no... cuando me han cogido... aquí.... entre todos... Me abalancé a mi hermano, que..., en su inconsciencia..., enfermo, como es... irresponsable.... ¡quién sabe! Puede usted figurarse que... Tiré de él, y me lo traje acá... ¡Una escena bárbara! Me vi obligado a desnudarlo..., a registrarlo... por todas partes, hasta las botas... Y él... ¡ah! ... En este instante subiósele el llanto a la garganta, como haciéndole un nudo; cuajáronsele de lágrimas los ojos, y, como agobiados bajo el peso de su congoja, añadió: —Ya han podido convencerse de que... Pero ya comprenderá usted... que, después de esto, yo no tengo más remedio que irme. —¡Quiá, hombre! ¿Por qué? —exclamé yo—. ¿Por mi culpa? No, señor. Usted debe quedarse aquí. Yo soy quien debo irme. —¿Qué está usted diciendo, señor Meis? —saltó, afligido, el señor Paleari. También Papiano, cohibido por el llanto, que trataba de reprimir, hizo un ademán negativo; después dijo: —¡No, no! ¡Debo irme yo.... debo irme! Es más: todo esto ha sucedido porque yo inocentemente.... a la buena de Dios, anuncié mi propósito de irme, por causa de mi hermano, al que no se puede tener en casa... Tengo ya en mi poder una carta del marqués para el director de un hospital de Nápoles, adonde tengo que ir también por otros documentos que el marqués necesita Y entonces, mi cuñada, que le tiene a usted y con razón.... naturalmente..., en tanta estima fue y dijo que ninguno nos podíamos mover de la casa..., que teníamos que estarnos aquí..., porque usted.... no sé..., había descubierto... ¡Decírmelo eso a mí, a su cuñado! ... Pues así me lo dijo.... ¡sí, señor! .... quizá porque yo, pobre, pero honrado, soy todavía en deberle aquí, a mi suegro... —¡Pero hombre!, ¿a qué sacas eso a colación? —exclamó, interrumpiéndole, el anciano. —¡No! —replicó Papiano con vehemencia—. ¡Es que no tengo más remedio que hacerlo! ¡A mí no se me olvida ese pico! ... Y si me voy de esta casa..., ¡pobre, pobre de Escipión! Y, no atinando ya a reprimirse, prorrumpió en desatado llanto. —¡Bueno! —dijo don Anselmo, turulato y conmovido—. Pero ¿a qué viene eso? —¡Pobre hermano mío! —continuó Papiano con tales acentos de sinceridad, que hasta yo mismo sentíme transido de misericordia. Comprendía, al través de aquel llanto, el remordimiento que debía de experimentar en aquel instante por el hermano, del cual se había valido para sus fines, y al que le habría echado toda la culpa del robo, si yo lo hubiera denunciado, habiéndole ya infligido la afrenta de aquel cacheo. Nadie mejor que él sabía que yo no había podido encontrar el dinero. Aquella inesperada declaración mía, que venía a salvarlo en el preciso instante en que, creyéndose perdido, acusaba al hermano o, cuando menos, dejaba entender —según el plan que tendría tramado— que sólo aquél podía haber sido el tutor del robo, habíalo materialmente anonadado. Ahora lloraba de aquella manera por la necesidad de desahogarse el alma, tan tremendamente conmovida, y quizá también por comprender que sólo así, deshecho en llanto, podía afrontar mi presencia. Con aquel llanto era como si se me postrase a los pies de hinojos, aunque a condición de que yo mantuviese mi afirmación de haber encontrado el dinero; que, de haberme yo aprovechado de su decaimiento para volverme atrás de lo dicho, se hubiera alzado contra mí furioso. El —ni qué decir tenía— no sabía ni debía saber nada de tal robo, y yo, con aquella afirmación mía, sólo venía a salvar a su hermano el cual, en fin de cuentas, aunque yo lo hubiera Denunciado, no saldría perdiendo nada, ya que la enfermedad lo eximía; cuanto a él, a Papiano, se comprometía, según ya dejaba entrever, a devolverle a su suegro la dote. Todo esto parecióme deducir de aquellos lloros. A lo último, Papiano, ante las exhortaciones del suegro y mías, serenóse; dijo que se volvería enseguida de Nápoles, no bien internase a su hermano en el hospital y obtenido determinados informes acerca de cierto negocio que había planteado allí con un amigo suyo, y procurándose los documentos que le había encargado el marqués. —Y a propósito —me dijo, encarándose conmigo—; ya se me olvidaba con todo este trajín... El señor marqués me ha dicho que si no le parecía a usted mal, hoy.... en compañía de mi suegro y Adriana... —¡Ah, sí! —exclamó don Anselmo, sin dejarlo acabar—. ¡Sí, iremos todos! ¡Me parece que ahora ya no hay por qué estar tristes! ... ¿Qué dice usted a esto, don Adriano? —Por mí... —respondí, abriendo los brazos. —Pues entonces, a eso de las cuatro... ¿Les parece bien? —propuso Papiano, enjugándose definitivamente los ojos. Yo me retiré a mi cuarto. Mi pensamiento voló hacia Adriana, que, después de aquel mentís mío, se había salido de la habitación sollozando. ¿Vendría ahora a pedirme explicaciones? Era indudable que no podría creerse tampoco aquello de que Yo hubiese encontrado el dinero. Y siendo así, ¿qué iría la pobre a figurarse ahora? Pues que o, al negar lo del robo, había querido castigarla a ella, por haber faltado a su juramento. Pero ¿por qué? indudablemente, porque el abogado, con quien le había dicho que pensaba consultar antes de proceder a denunciar el robo, me había dicho que, de hacerlo así, habían de verse envueltos en responsabilidad ella y todos los inquilinos de la casa. Pero bueno: ¿no me había dicho ella que estaba dispuesta a afrontar con gusto el escándalo? Sí; pero yo —era claro— no había consentido en ello, Prefiriendo sacrificar las doce mil liras... Y entonces, ¿ debía dejarla en la creencia de que todo aquello era generosidad de mi parte, un sacrificio que hacía por amor a ella? He aquí a qué, otra mentira me obligaba mi extraña situación, repugnante mentira, que me engalanaba con el airón de una exquisita y delicada prueba de amor, atribuyéndome una generosidad tanto mayor cuanto que nadie me la había pedido, ni siquiera deseado. Pero no. ¡Eso no podía ser! ¿Qué era lo que estaba pensando? A otras conclusiones muy distintas había de llegar, siguiendo la lógica de aquella mentira mía, necesaria e inevitable. ¡Cuánta generosidad! ¡Qué sacrificio! ¡Qué prueba de amor! ¿Qué más hubiera podido hacer por lisonjear a aquella pobre muchacha? No; lo que debía hacer, en adelante, era sofocar mi pasión; no volverle a dirigir en la vida ni una mirada, ni una palabra de amor. Pero, entonces, ¿cómo iba a poder ella conciliar aquella aparente generosidad mía con la reserva que desde ahora había de guardar en nuestras relaciones? De suerte que me veía obligado, a la fuerza, a aprovecharme de aquel robo, que ella había divulgado contra mi voluntad, y desmentido yo, a fin de romper toda relación con ella. Mas ¿qué lógica era ésta? Porque, una de dos: si yo había sido víctima de aquel robo, conociendo, como conocía, al ladrón, ¿por qué, en lugar de denunciarle, la pagaba con ella, retirándole mi amor, como si también ella fuera culpable? O si había recuperado, efectivamente, el dinero, ¿por qué no seguir amándola? Sentí que el empacho, la ira y el odio a mí mismo sofocábame. ¡Si siquiera hubiese podido decirle que no era generosidad la mía! ¡Que yo no podía, en modo alguno, denunciar el robo! ... Pero, en tal caso, tendría que exponerle alguna razón... ¿La diría que aquel dinero mío era robado? ¿O que era un fugitivo comprometido, al que perseguía la Justicia, un individuo que debía vivir en la oscuridad, incapacitado para todo, incluso para unir su suerte con la de una mujer? Pero no más mentiras a la pobre muchacha, ¡no! ... Además, la verdad, que a mí mismo antojábaseme ahora increíble, fábula absurda, sueño insensato, ¿podría decírsela a ella? ¿Habría de confesarle, por no mentirle ahora, que no había hecho hasta entonces sino mentir? He ahí adónde me hubiera conducido la revelación de mi extraño estado. Y después de todo, ¿para qué? Porque con eso, ni yo hubiera podido disculparme, ni consolarse ella. Todavía, exasperado como estaba y fuera de mí, en aquel instante se lo hubiera confesado todo a Adriana si ésta, en vez de enviarme a la pianista, hubiese venido personalmente a mi cuarto a explicarme la razón de haber faltado a su juramento. Razón que ya sabía yo, por haberla oído de labios de Papiano. Añadió la pianista que Adriana estaba inconsolable. —Y ¿por qué? —preguntéle con forzada indiferencia. —Pues porque no pasa a creer —respondióme— que usted haya encontrado el dinero. Ocurrióseme entonces la idea —que, por lo demás, se avenía muy bien con el estado de mi ánimo y con aquella rabia que contra mí mismo sentía —de hacerle perder a Adriana toda la estimación que me tenía, a fin de que dejase de amarme, mostrándome a sus ojos falso, duro, voluble e interesado... De esa suerte me castigaría a mí mismo por el mal que le había hecho. Y aunque, de momento, hubiera de hacerle todavía más daño, de él se seguiría su curación. —¿Qué no lo cree? ¿Y por qué no? —díjele con triste sonrisa a la solterona—. Pues doce mil liras..., ¿son una gota de agua? ¿Se figura ella que iba yo a estar tan tranquilo si de verdad me las hubiesen robado? —Pero Adriana me ha dicho... —intentó añadir aquélla. —Nada. ¡Sandeces! ¡Gana de hablar! —atajéle yo—. Es verdad, lo confieso, que al pronto sospeché... Pero también lo es que ya le dije a Adriana que no pasaba a creer en un robo... Y, efectivamente, así era. Además, ¿por qué iba yo a decir que había encontrado el dinero, de no ser exacto? La pianista se encogió de hombros. —Quizá crea Adriana que usted tenga alguna razón para... —¡Nada de eso! —apresuréme a interrumpirla— Le repito a usted que andaban por medio doce mil liras... ¡Si hubieran sido treinta o cuarenta, todavía!... Pero no, ¡yo no soy tan generoso! ... ¡ Caramba, se necesita ser un héroe! ... Al salir de mi cuarto la pianista, para transmitirle a Adriana mis palabras, quedéme yo retorciéndome y mordiéndome las manos. ¿Estaba bien que yo hiciese aquello? ¿Qué me aprovechase de aquel robo, cual si con el dinero robado quisiera pagarle a ella, compensarla de sus defraudadas esperanzas? ¡Ah! ¡Aquella conducta mía era vil! ... Seguramente, ella ahora clamaría al cielo, de rabia y me despreciaría..., sin comprender que su dolor era también el mío. Pero ¡así tenía que ser! Era menester que ella me odiara y despreciase, como yo me odiaba y despreciaba a mí mismo. Y hasta, para que me tomase más odio y concibiese por mí mayor desprecio, procuraría aún mostrarme muy cariñoso con Papiano, su enemigo, como para desagraviarle, a los ojos de ella, de la sospecha de que le hiciera blanco. Y, de esa suerte, desconcertaría también al propio ladrón, hasta hacer creer a todos que me había vuelto loco... ¡Y, por si era poco, recordé que habíamos quedado en ir a casa del marqués de Giglio, y me propuse empezar aquel mismo día a hacerle el amor a la señorita de Pantogada! ... “¡Con eso me despreciarás más todavía, Adriana! —sollocé, dejándome caer en el lecho—. ¿Qué más, qué más podría yo hacer por ti?» Poco después de las cuatro vino a llamar a mi puerta el señor Paleari. —¡Ya voy! —le dije; y me endosé aprisa el abrigo—. ¡Vamos allá! —Pero ¿va usted a venir así? —preguntóme don Anselmo, mirándome maravillado. —¿Por qué? —exclamé yo. Mas al punto advertí que llevaba todavía en la cabeza el gorro de viaje, que solía ponerme en casa. Guardémelo en el bolsillo, y me encasqueté el sombrero, en tanto mi patrón se sonreía, como si él... —¿Adónde va usted así también, don Anselmo? —Es verdad. Aguarde usted un poco... ¡Hay que ver cómo iba a salir yo!... —respondió, riendo, y me mostró sus pantuflas—. Pase usted un momento al comedor, que allí está Adriana... —¿Va a venir también con nosotros? —pregunté. —Al principio no quería —respondióme don Anselmo, dirigiéndose a su cuarto—; pero, al fin, he logrado convencerla. ¡Ande usted! En el comedor la encontrará, ya lista... ¡Con qué dura mirada de rencor acogióme la pianista! Ella, que tanto había sufrido por culpa del amor y recibido tantas veces consuelo de aquella pobre muchacha, ignorante de todo, ahora que a Adriana se le habían abierto los ojos también y tenía el corazón herido, procuraba consolarla a ella, a su vez, halagadora y llena de buena voluntad, y se rebelaba contra mí, por parecerle injusto que yo hiciera sufrir a una criatura tan hermosa y tan buena. Ella, —Por su parte, no era hermosa ni buena, y así, aun podían tener una sombra de disculpa los hombres si se portaban mal con ella; pero ¿por qué hacerle sufrir de aquel modo a Adriana? Todo esto me dijo con los ojos, invitándome a mirar a mi víctima. ¡Qué pálida estaba! Conocíasele todavía en los ojos que había llorado. ¡Quién sabe cuántos angustiosos esfuerzos habríale costado el tenerse que vestir para salir conmigo! ... No obstante el estado de ánimo con que hube de hacer aquella visita, despertaron en mí viva curiosidad la persona y la casa del marqués de Giglio d’Auletta. Sabía que vivía en Roma porque ya no se le alcanzaba otro recurso para lograr la restauración del reino de las Dos Sicilias sino luchar por el triunfo del Poder eclesiástico; restituyéndole Roma al Pontífice, tendría que quebrantarse la unidad de Italia, y entonces..., ¿quién sabe? No quería el marqués aventurar profecías; por el momento, su misión estaba bien clara: luchar sin cuartel en el campo clerical. Y su casa veíase frecuentada por los más intransigentes prelados de la Curia y los más fervorosos paladines del partido negro. Pero aquel día, en el amplio salón, espléndidamente decorado, no vimos a nadie. Había, en su centro, un caballete con un lienzo no más que abocetado, que quería ser el retrato de Minerva, la perrilla de Pepita, negra del todo, tendida en una butaca blanca y con el hocico entre las patas. Díjonos Papiano que aquélla era obra de Bernáldez. Se nos presentaron, primero, Pepita Pantogada y su dueña, doña Cándida. Ya las había visto yo a las dos en la semioscuriad de mi cuarto; pero ahora, a plena luz, la señorita de Pantogada parecióme otra, no del todo, sino por lo que se refería a aquella nariz que gastaba... ¿Es posible que en casa no se la hubiera visto? Habíame figurado que tenía una naricilla respingona, atrevidilla, y ahora resultaba que la tenía aguileña y no tan corta. ¡Pero era, a pesar de todo, tan hermosa, con aquella tez morena, ojos de brasa, pelo negrísimo, brillante y rizado, y labios de carmín! El traje, oscuro con motas blancas, sobrio y elegante, veníale que ni pintado a su esbelto y airoso cuerpo. Junto a ella palidecía la suave hermosura rubia de Adriana. ¡Y, por fin, pude explicarme qué era lo que doña Cándida llevaba en la cabeza! Una magnífica peluca rubia, muy rizada, y, encima de la peluca, un gran pañolón de seda celeste; mejor dicho, una toquilla, anudada artísticamente por debajo de la barba. Todo lo brillante que resultaba el marco, teníalo de pálido y descolorido aquella carita flaca y fofa, muy dada de polvos y afeites. A todo esto, Minerva, la perrilla, no nos dejaba hablar, con sus roncos y forzados ladridos. Aunque el pobre bicho no se dirigía a nosotros, sino que sus ladridos iban contra el caballete y contra aquella butaca blanca, que a ella debían parecerle instrumentos de tortura; ladridos con los que protestaba y daba suelta a la exasperación de su alma perruna. De buena gana hubiera Minerva echado del salón a aquel condenado chisme de tres patas; pero, visto que seguía allí plantado, inmóvil y amenazador, era ella la que se apartaba, ladrando, y luego daba una carrera hacia él, enseñando los dientes, y volvía a echarse hacia atrás, colérica. Verdaderamente, la tal Minerva, tan rechoncha y pelicorta, con sus cuatro patitas tan finas, no resultaba nada airosa; tenía ya los ojos que se le hacían agua, de puro vieja; sembrado de canas el pelo de la cabeza, y el lomo, junto al nacimiento de la cola, pelado por la costumbre de rascarse Curiosamente en las patas de los armarios y en los travesaños de las sillas, dondequiera y como le venía a pelo. Pepita la cogió del gañote con muy malos modos, y echósela en los brazos a doña Cándida, gritándole: —Cito! En esto entró en la sala don Ignacio Giglio d’Auletta. Con una carrerilla, encorvado, casi partido en dos, fuese hacia la butaca que había junto a la ventana, y, apenas sentado, poniéndose el bastón entre las piernas, lanzó un profundo resuello. El semblante demacrado, todo surcado de arrugas verticales y afeitado, mostraba palidez cadavérico; pero, en cambio, los ojos despedían vivísimos y ardientes destellos, casi juveniles. Por las mejillas y las sienes corríansele, por modo extraño, ciertas mechuzas de pelo, que parecían lenguas de limpia ceniza. Acogiónos con mucha cordialidad, expresándose con marcado acento napolitano, y rogóle al secretario que siguiera enseñándonos los recuerdos de que estaba lleno el salón, y que atestiguaban su fidelidad a la dinastía borbónica. Luego que hubimos llegado a un cuadrito cubierto con una cortina verde, en la que había, bordada, esta leyenda: «No oculto, resguardo; levántame y lee», díjole a Papiano que descolgase el cuadrito y nos lo enseñase. Debajo del cristal, y con su correspondiente marco, encontrábase una carta de Pedro Ullua, con fecha de septiembre de 1860, es decir, cuando el reino ya estaba en las últimas, invitándole al marqués de Giglio d’Auletta a formar parte del Ministerio, que no llegó a constituirse; y al lado estaba el borrador de la carta del marqués aceptando, altanera misiva que disparaba rayos contra todos aquellos que se habían negado a cargar con la responsabilidad del Poder en aquellos instantes de supremo peligro y angustioso desorden con el enemigo, el filisbutero Garibaldi, ya a las puertas de Nápoles. Leyendo en voz alta el documento, enardecióse el marqués y conmovióse tanto, que con todo y no ser de mi gusto lo que leía, no pude menos de admirarle. También él, en lo suyo, habíase portado como un héroe. Del cual tuve otra prueba al oír de sus labios la historia de cierta flor de lis, de madera dorada, que había allí en el salón. La mañana del 5 de septiembre de 1860 salía el rey del palacio de Nápoles, en un coche cubierto, en unión de la reina y dos palaciegos; llegado el coche a la calle de Chiaja, tuvo que detenerse, por haberse obstruido el paso, por la afluencia de carros y coches, delante de una farmacia, en cuya muestra campeaban unas flores de lis de oro. Una escalera, apoyada contra la muestra, impedía el tránsito. Dos obreros, encaramados en lo alto de la misma, ocupábanse en quitar las flores de lis de la muestra. Hubo de notario el rey, e indicóle con la mano a la reina aquel acto de vil Prudencia del boticario, que, en otros tiempos, solicitara el honor de decorar su tienda con aquel emblema real. En aquel momento acertó a pasar por allí el marqués D’Auletta, e indignado, furioso, lanzóse al interior de la botica, cogió de la solapa de la americana al bellaco, sacólo fuera, enseñóselo al rey, escupirle después a la cara y, blandiendo una de aquellas flores de lis que acababan de quitar de la muestra, rompió a gritar con voz estentóreo: “¡Viva el rey!” La flor de lis de madera recordábale ahora al marqués, en su salón, aquella triste mañana de septiembre, y una de las últimas veces que sus soberanos pasearon por las calles de Nápoles, gloriándose de aquella simbólica flor casi tanto como de la llave de oro de gentilhombre de cámara y de las insignias de caballero de San Jenaro, y de tantas otras condecoraciones como se dejaban ver allí, bajo un gran retrato de Francisco II. Poco después, con objeto de poner por obra mi lamentable propósito, dejé al marqués con Paleari y Papiano, y acerquéme a Pepita. Noté enseguida que era muy nerviosa e impaciente. Lo primero que hizo fue preguntarme la hora. —Quattro e meccio? Bene! Bene![1] No debió de hacerle mucha gracia que fueran las cuatro y media, según el modo como pronunció aquel bene!, bene!, a regañadientes, y el voluble y casi agresivo discurso en que luego arremetió contra Italia entera, y particularmente contra Roma, tan hueca con su pasado. Entre otras cosas, díjome que «también» allá, en España tenían un Coliseo como el nuestro, de la mayor antigüedad; sólo que no le hacían el menor caso: —¡Piedra muerta![2]. Para los españoles valía infinitamente más una plaza de toros[3]. Sí, y especialmente para ella, valía muchísimo más que todas las obras maestras del arte antiguo aquel retrato de Minerva, obra del pintor Bernáldez, que, por cierto, ya se tardaba. A lo cual, y no otra cosa, debíase la impaciencia de Pepita, que ya tocaba a su colmo. Estremecíase al hablar, pasábase rápidamente, de cuando en cuando, un dedo por la nariz; mordíase los labios, abría y cerraba las manos, y a cada instante ibánsele los ojos a la puerta. Hasta que, por último, anunció el criado su llegada, y acto seguido presentóse Bernáldez muy acalorado y sudoroso, como si hubiera venido echando el bofe. Pepita le volvió la espalda y esforzóse por adoptar una actitud de fría indiferencia; pero en cuanto él, después de cumplimentar al marqués, acercóse a nosotros, o, mejor dicho, a ella, y hablándole en su idioma pidióle perdón por su tardanza, ya la joven no pudo contenerse, y con vertiginosa rapidez respondióle: —Prima de tuto le parli italiano, porque aquí siamo a Roma, dove ci sono aquesti segnori que no comprendono lo espagnolo e no me par bona crianza che le¡parli conmigo espagnolo. Poi le digo che no me importa niente del suo retardo e che podeva pasarse de la escusa.[4] El pintor, mortificadísimo, sonrió nerviosamente, haciendo una reverencia; luego preguntóle si podía seguir trabajando en el retrato, ya que todavía había un poco de luz. —Ma comodo! —respondióle ella con el mismo talante y en el mismo tono—. Le puede pintar senza de mí o también borrar lo pintado, como glie par[5]. Manuel Bernáldez hízole otra reverencia, y dirigióse a doña Cándida, que seguía con la perrita en los brazos. Entonces renovóse el suplicio de Minerva. Sólo que su verdugo hubo de sufrir un suplicio todavía más cruel. Pepita, para castigarlo por su tardanza, púsose a coquetear conmigo en una forma que a mí mismo parecióme excesiva para el objeto que me proponía. Dirigiendo de cuando en cuando una mirada de soslayo a Adriana, pude advertir cuánto sufría la pobre. De suerte que el suplicio no era sólo para Bernáldez y Minerva, sino también para Adriana y para mí. Yo sentía que las mejillas me echaban fuego, como si se me subiese a la cabeza el disgusto que sabía le estaba ocasionando a aquel pobre chico, con todo y no inspirarme piedad, porque quien de los presentes me la inspiraba era Adriana, y habiendo yo de hacerla sufrir a ella, poco me importaba que otros también sufrieran, de rechazo; es más: cuanto más me parecía que sufría el pintor, tanto menos se me antojaba que había de sufrir Adriana. Poco a poco fue subiendo de punto la violencia que cada uno de nosotros se hacía a sí mismo, en tales proporciones, que, al fin y al cabo, no tuvo más remedio que estallar. Dio para ello pie Minerva, la cual, no teniendo aquella tarde la sujeción de otras, pues su amiguita no reparaba en ella, no bien el pintor dejaba de mirarla para fijar los ojos en el lienzo, abandonaba con mucho sigilo la postura en que la habían colocado y metía las patas y el hocico en el frunce que formaban el respaldo y el asiento de la butaca, cual si quisiera esconderse, presentándole al artista las partes traseras y meneando la cola, tiesa. Doña Cándida habíala ya vuelto a colocar varias veces en la postura debida. El pintor aguardaba a que lo hiciera dando bufidos, y, cogiendo al vuelo alguna palabra mía dirigida a su tormento, comentábala para sus adentros, refunfuñando. Más de una vez, habiéndolo notado, estuve por decirle: “¡Hable usted más claro, hombre!” Pero, al fin, fue él quien perdió los estribos, y le dijo a Pepita: —¡Por favor! ¿Quiere usted hacer que ese animal se esté quieto? —Animale, animale! —saltó Pepita, manoteando, muy excitada—. Sara animale, man non glie se dice! —¡Quién sabe si el pobrecillo lo entenderá! —se me ocurrió observar a mí, encarándome con Bernáldez. Después de soltar aquella frase caí en la cuenta de que podía tener un doble sentido. Yo me refería, naturalmente, a la perrilla, como diciendo: “¡Quién sabe lo que ella se figurará que le queremos hacer!»; pero Bernáldez dio otra interpretación a mis palabras, y con extremada violencia, comiéndome con los ojos, replicó: —¡Quien da muestras de no entender es usted! Ante su firme y retadora mirada, y con lo excitado que estaba yo, no pude menos de responderle: —¡Señor mío! Yo entiendo muy bien que usted podrá ser un gran pintor; pero... —¿Qué pasa? —preguntó el marqués, reparando en nuestras actitudes agresivas. Bernáldez, perdiendo por completo los estribos, vino a plantárseme delante, diciendo: —Un gran pintor... ¡Acabe usted! —Un gran pintor, ¡sí! ... Pero, a lo que veo, tan poco simpático, que infunde miedo a las personas... —¡Está bien! —replicó Bernáldez—: ¡Ya veremos si solamente a las perrillas! Y se retiró. De pronto, prorrumpió Pepita en un llanto extraño, convulsivo, y desplomóse, desmayada, en brazos de doña Cándida y Papiano. En el revuelo que con esto se produjo, mientras yo, lo mismo que los demás, estaba mirando a la señorita de Pantogada, tendida en el canapé, sentí que me cogían de un brazo, y, al volverme, encontréme de manos a boca con Bernáldez, que se había echado hacia atrás. Dióme tiempo a repeler la mano, que ya había levantado para agredirme, y lo aparté con violencia; pero él volvió a abalanzarse a mí, y rozóme la cara con su mano. Yo me fui a él furioso; pero Papiano y don Anselmo acudieron a sujetarme, mientras Bernáldez retrocedía, gritando: —¡Téngasela usted por dada! ... ¡Estoy a sus órdenes! ... ¡Aquí saben mis señas! ... El marqués habíase levantado a medias del sillón, todo trémulo, y pronunciaba frases de censura contra el agresor; en tanto, yo forcejeaba con Papiano y don Anselmo, pugnando por desasirme de ellos y correr tras el artista. El marques mismo probó a serenarme, diciéndome que, a fuer de caballero, debía yo de mandarle los padrinos a aquel villano, para darle una lección, ya que había demostrado tener tan poco respeto a su casa. Apenas si le pedí perdón por el enojoso incidente, y me retiré enseguida, en unión de Papiano y su suegro. Adriana quedóse junto a la desmayada, a la que se habían llevado a sus habitaciones. Cumplíame ahora pedirle a mi ladrón que me sirviese de padrino; pues ¿a quién sino a él y a don Anselmo iba a dirigirme? —¿Yo? —exclamó estupefacto don Anselmo—. ¡Quia! ¡No, señor! ¡Usted no hablará en serio! Yo no entiendo de esas cosas... ¡Esas son niñadas y simplezas, con perdón de usted, señor Meis! —¡Usted lo hará por mí! —díjele con energía, ya que no era aquél el momento indicado para ponernos a discutir—. Usted irá con su yerno a ver ese señor.... y... —Pues lo que es yo, ¡no voy! —atajóme él—. ¡Es inútil que usted insista, señor Meis! Cualquier otro favor que usted me pidiera me faltaría tiempo para hacérselo; pero eso, ¡no! Y, además, que ya le he dicho a usted que todo eso son niñadas, a las que no hay que conceder importancia... —¡No! ¡Eso, no! —saltó Papiano, notando lo furioso que yo estaba—. ¡Y tanto como hay que concedérsela! El señor Meis está en todo su derecho al pedir una satisfacción, y hasta me atrevería a decir que está en la obligación de demandarla. ¡Claro que sí! Debe hacerlo, debe... —¡Bueno! Pues, entonces, irá usted con un amigo suyo —díjele, no esperando de él un desaire. Pero Papiano abrió los brazos muy contrito. —¡Ya se figurará usted con cuánto gusto lo complacería! —respondióme. —Entonces, ¿por qué no lo hace? —gritéle fuerte, en mitad de la calle. —Pues porque... ¡Vamos por partes, señor Meis! —rogóme él, humilde—. Óigame y recapacite... Considere mi desgraciadísima situación de subalterno..., de mísero secretario del marqués... —¿Y qué tiene que ver eso? —exclamé—. El marqués mismo.... ya lo ha oído usted... —Sí, señor —replicó Papiano—. Pero ¿y mañana? Con lo clerical que es, ¿qué ira a decir cuando... el partido le eche en cara... que su secretario se mete en libros de caballería?... ¡Ay, Dios mío! ¡ Usted no sabe cómo son! Y, además, ¿no ha reparado usted en la chica? Está enamorada hasta las cachas de ese zopenco del pintor... Figúrese usted que mañana hacen las paces, como no tienen más remedio que hacerlas, y entonces, ¿quiere usted decirme en qué lugar quedo yo? ¡Hágase cargo usted de esto, señor Meis! ¡Piense en lo que le digo! ... —Según eso, ¿piensan dejarme solo en este aprieto? —exclamé yo exasperado—. Porque yo no conozco a nadie en Roma... —Pero hay un remedio. ¿Hay un remedio? —saltó de pronto Papiano—. Iba a decírselo antes... Tanto mi suegro como yo, créalo usted, no entendemos de estas cosas; es la verdad... Usted tiene razón para estar como está, que le veo cómo tiembla de rabia; ¡qué diantre!, la sangre no es horchata. Bueno, mire usted: lo mejor es que se dirija a dos oficiales del ejército; éstos no podrán negarse a servir de padrinos a un caballero como usted en un lance de honor... Usted va y les refiere lo ocurrido... No es la primera vez que hacen favor semejante a un forastero. Habíamos llegado a casa. En la puerta díjele a Papiano: “¡Está bien!”, y volviéndoles las espaldas a él y al suegro, fuíme de allí, solo, con gesto huraño, y eché a andar por la calle, sin rumbo fijo. Había vuelto a presentárseme con toda claridad el agobiador pensamiento de mi absoluta impotencia. ¿Podía yo batirme con nadie en las condiciones en que me encontraba? ¿No acababa de enterarme de que yo no podía hacer nada? ¡Dos oficiales! Pero éstos, lo primero que hubieran querido saber, y con razón, era quién fuese yo. ¡Ah! Ya podían escupirme a la cara, abofetearme, darme de palos; que lo único que yo haría sería rogarle a mi agresor que me diese con todas ganas, sí, pero en silencio, sin armar demasiado ruido... ¡Dos oficiales! Y si iba y les revelaba mi verdadera condición, hubieran empezado por no creerme; luego, quién sabe lo que hubieran sospechado, y, en fin de cuentas, no me hubiera valido de nada —lo mismo que en el caso de Adriana—, pues, aun creyéndome, habríanme aconsejado, lo primero de todo, rehacerme una vida, ya que los muertos no reúnen los requisitos que exige el código de honor... ¿De suerte que tenía que aguantarme con la afrenta, lo mismo que ya apechugara con el robo? ¿Y después de verme insultado, abofeteado casi, y desafiado, quitarme de en medio como un cobarde y desaparecer así, en la oscuridad de la insufrible suerte que me aguardaba, objeto de desprecio y aborrecimiento para mí mismo? ¡No, no! ¿Cómo iba a poder vivir en adelante ni sufrir mi vista? ¡No, no! ¡Basta ya! Me detuve. Todo daba vueltas a mi alrededor, y sentí que me flaqueaban las piernas ante el inesperado surgir de un oscuro pensamiento, que me hizo temblar de pies a cabeza, transido de horrible calofrío. —Pero, a lo menos, antes... —dije entre mí, desvariando—, a lo menos, antes..., intentar... ¿Por qué no?... Si me saliese bien... Por lo menos, intentarlo..., aunque sólo sea por no hacerme a mí mismo esta impresión tan vil... Si me saliese bien..., quizá no me tuviese a mí mismo tanto asco... Después de todo, no tengo nada que perder... ¿Por qué no intentarlo? Estaba a dos pasos del café Aragno. “¡Ahí, ahí, a la ventura!” Y espoleado por la ciega ira que me dominaba, penetré en el café. En la primera sala, en torno a una mesa, hallábanse sentados cinco o seis oficiales de Artillería, y como uno de ellos, al verme allí parado, agitado e indeciso, se volviese a mirarme, yo lo saludé, y con voz afanosa le dije: —Le ruego... Usted dispense... ¿No podría usted hacerme el favor de escucharme dos palabras? Era un jovencito sin pelo de barba, que seguramente habría salido aquel año mismo de la Academia, con los galones de teniente. Al punto se levantó y acercóseme con mucha cortesía: —¡Hable usted, caballero! —Empezaré por hacer mi presentación: Adriano Meis. Soy forastero aquí y no conozco a nadie... Acabo de tener un... lance de honor, eso es. Me harían falta dos padrinos... Y no sé a quién dirigirme... Si usted y alguno de sus compañeros fuesen tan amables. Sorprendido, perplejo, el oficial quedóseme mirando un instante, y luego, volviéndose a sus compañeros, gritó: —¡Grigliottil Este, que era un teniente ya viejo, con unos bigotes a lo Káiser, y el monóculo metido a la fuerza en un ojo, muy afeitado y dado de cosmético, levantóse sin dejar de charlar con los compañeros (pronunciaba las erres a la francesa) y se llegó a nosotros, haciéndome a mí un leve y ceremonioso saludo. Yo, al verlo levantarse, estuve por decirle al otro tenientillo: “¡No, ése, no, por Dios, hombre! ¡ Otro cualquiera menos ése!” Pero era la verdad que ningún otro de los del corro parecía más indicado para el caso que aquel atildado militar, que parecía tener en la punta de los dedos los artículos todos del código del honor. No podría referir con todos sus pormenores todo cuanto tuvo a bien decirme acerca de mi caso, ni todo cuanto quería que yo hiciese... Telegrafiar no sé dónde ni a quién, exponer, precisar, ir a ver al coronel Ca va sans dire..., según había hecho él una vez, cuando todavía no era militar y en ocasión de haberle ocurrido el mismo lance que a mí... Porque en materia de honor.... y venga citar artículos, y precedentes, y controversias, y tribunales de honor, y qué sé yo cuántas cosas más... Con sólo verlo ya me había dado a mí mala espina. ¡Figuraos lo que sería ahora que lo oía hablar! Hubo un momento en que ya no pude más, habíaseme subido toda la sangre a la cabeza, y exclamé: —¡Ya, ya estoy al tanto de todo! Sé muy bien lo que usted quiere decir... Pero ¿a quién quiere usted que telegrafíe? Yo soy solo en el mundo... Y quiero batirme, y se acabó. ¡Quiero batirme enseguida, mañana mismo, si es posible.... y sin más historias! ¿Qué quiere usted que entienda yo de estas cosas? Me he dirigido a ustedes con la esperanza de que no harían falta tantas formalidades, tonterías y pamplinas. ¡Y usted dispense! Después de aquel ex abrupto mío, degeneró la conversación poco menos que en disputa, terminando inesperadamente en una carcajada general de todos los oficiales presentes. Yo me fui de allí como loco, con la cara como la grana, ni más ni menos que si me hubiesen breado a golpes. Llevéme las manos a la cabeza, como para detener a la razón, que se me iba; y perseguido por aquellas risas, eché a correr, por alejarme de aquel sitio y esconderme en cualquier parte... ¿En dónde? ¿En casa? Me entró pánico al pensarlo. Y seguí andando, de acá para allá, al tuntún; luego, poco a poco, fui aflojando el paso, hasta que, por último, casi sin aliento, hice un alto, como si no pudiese ya con mi alma, fustigada por aquella brutal, tremebundo y henchida de una plúmbea y congojosa tristeza. Permanecí largo rato como pasmado; luego eché a andar de nuevo, con la cabeza huera, aligerado de pronto, por modo extraño, de toda preocupación; y vuelta a vagar de un lado para otro, no sé cuánto tiempo, parándome de trecho en trecho ante los escaparates de las tiendas, que poco a poco se iban cerrando, pareciéndome a mí que se cerraban para siempre, y que las calles se despoblaban también para que yo me quedara solo en ellas, en medio de la noche, dando vueltas por entre casas silenciosas y oscuras, con todas sus puertas y balcones cerrados, cerrados para mí para siempre; encogíase la vida toda, apagábase y enmudecía con la noche, y yo la veía como desde lejos, cual si ya no tuviese para mí objeto ni sentido. Y he aquí que, por último, sin querer, como guiado por el oscuro sentimiento de que todo mi ser habíase apoderado, cada vez con más pujanza, encontréme otra vez en el Puente Margherita, apoyado en el pretil, contemplando con tamaños ojos el río, negro en la oscuridad de la noche. —¿Ahí? Sobrecogióme un calofrío de espanto, que fue causa de que, inesperadamente, surgieran con rabioso ímpetu todas mis vitales energías, armadas de un sentimiento de odio feroz contra aquellos que desde lejos me obligaban a acabar mis días, como ellos habían decidido, allí, en el molino de La Cabaña. Ellas, Romilda y su madre, habíanme puesto en este trance; yo, por mí, jamás hubiera pensado en simular un suicidio por ver—me libre de ellas. ¡Y he aquí que ahora, después de haber andado dando vueltas por el mundo, como una sombra, en aquella ilusión de vida de ultratumba, veíame obligado, reducido, arrastrado por los pelos, al cumplimiento de mi condena! ¡Me habían matado de verdad! ¡Y ellas eran quienes se habían libertado de mí! ... Sacudióme un temblor de rebeldía. Y en vez de matarme, ¿no podía yo tomar venganza? ¿A quién iba yo a matar? ¡A un muerto..., a nadie! ... Quedéme como deslumbrado a la vista de una extraña e inesperada luz. ¡Vengarme! ¡Pero para eso tendría que volver a Miragno!; salir de aquel ambiente de mentira, que me ahogaba y que ya se me había hecho insufrible; volver allá vivo, para su castigo, con mi verdadero nombre y en mis verdaderas condiciones, con mi legítima y propia infelicidad. Pero ¿y mi condición presente? ¿Podía quitármela de encima tan fácilmente como quien se quita una carga de los hombros? ¡No, no! Comprendía que no podía hacerlo. Y seguía desvariando allí, en el puente, todavía perplejo acerca de mi destino. A todo esto, en el bolsillo del gabán apretaban mis dedos una cosa que no lograba atinar con lo que fuese. Hasta que, por último, en un arranque de ira, fui y lo saqué. Era mi gorro de viaje, que, al salir de casa para ir a visitar al marqués de Giglio, me guardara impensadamente en el bolsillo. Hice ademán de tirarlo al río; pero en aquel preciso momento ocurrióseme una idea. Una reflexión que ya hiciera anteriormente durante el viaje de Alenga a Turín, acudió con toda claridad a mi memoria. —Aquí... —dije casi inconscientemente para mi capote—, en este pretil.... el sombrero..., el bastón. ¡Eso es! Como aquél de marras que se ahogó en el molino, como aquel Matías Pascal, voy a hacer ahora yo, Adriano Meis... Ahora me toca a mí. ¡Volveré allá vivo y me vengaré! Un arrechucho de alegría, mejor dicho, un venate de locura, apoderóse de mí, levantándome en vilo el alma. Eso. ¡Eso! Yo no debía matarme a mí, que era tanto como matar a un muerto, sino matar a aquella absurda y loca ficción que por espacio de dos años había sido mi tortura y mi suplicio; matar a aquel Adriano Meis, condenado de por vida a ser un bellaco, un embustero, un miserable; al que yo debía matar era a aquel Adriano Meis, que, siendo como era, un nombre postizo, hubiera debido tener de estopa el cerebro, de cartón piedra el corazón, y en las venas, en vez de sangre, un poco de agua teñida; sí, a él era a quien yo debía matar. ¡Fuera, pues, semejante odioso fantasma! ¡Al río con él! ¡Que se ahogue ahí como se ahogó en el molino Matías Pascal! ¡Ahora era la mía! Aquella sombra de vida, surgida de una mentira macabra, tendría digno remate en otra macabra mentira. ¡Así se reparaba todo! ¿Qué otra satisfacción hubiera podido darle a Adriana por el daño que le había hecho? Pues y el insulto de aquel tunante, ¿había de tragármelo? El muy bellaco habíame acometido a traición. ¡Oh! Estaba seguro de que el tal no me infundía ningún miedo! Pero no había sido yo el ofendido, sino Adriano Meis. ¡Y ahora Adriano Meis iba a suicidarse! ¡No había para mí otra salvación! A todo esto, me había entrado un temblorcillo, ni más ni menos que si hubiera ido a suicidarme de veras. Pero el cerebro se me había, en cambio, limpiado por completo de nubes, y aligerándoseme el corazón, gozando yo en aquel momento de una lucidez de espíritu casi alegre. Miré a mi alrededor. Temí no fuera que allí, en el Lungotevere, hubiera alguien, algún guardia, que —al ver el rato que ya llevaba en el puente se hubiera puesto a espiarme. Creí conveniente cerciorarme bien, y fui y miré, primero, en la plaza de la Libertad, y luego por el Lungotevere de Mellini. ¡Nadie! Entonces me volví al punto de partida; pero antes de subir al puente me paré entre los árboles, al pie de un farol; saqué un cuadernito de bolsillo y escribí en él con lápiz: «Adriano Meis». ¿Qué más? Nada. La dirección y la fecha. Con eso había bastante. Lo dejaría todo, ropas y libros, en casa. El dinero sobrante, después del robo, lo llevaba encima. Volvíme al puente, muy despacito, con la cabeza baja. Me flaqueaban las piernas y el corazón me daba brincos en el pecho. Elegí el sitio menos alumbrado por los faroles, y de pronto me quité el sombrero, prendile en la cinta el papelito doblado, y luego lo dejé en el pretil, con el bastón al lado; encasqueteme en la cabeza la gorra de viaje que había sido mi salvación, y me fui de allí, amparado en la sombra, como un ladrón, sin volver la cara atrás. |
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