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X: Acquasantiera e portacenere
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capitulo 10 - La pila del agua bendita y el cenicero A los pocos días estaba ya en Roma, con intenciones de plantar allí mis reales. ¿Por qué en Roma y no en otro sitio? La verdadera razón la veo ahora, después de todas las cosas que me han ocurrido; sólo que me la callo, por no echar a perder mi relato con reflexiones que en esta sazón serían inoportunas. Opté entonces por Roma, ante todo, porque me gustó más que ciudad alguna, y, además, por parecerme la más a propósito para alojar, entre tanto extranjero, otro extranjero como yo. La búsqueda de la casa, es decir, de un cuartito decente, en una calle tranquila, con una familia discreta, me costó no pocos pasos. Hasta que, por último, la encontré en la calle Ripetta, con vistas al río. A decir verdad, la primera impresión que me hizo la familia que había de hospedarme fue muy poco grata; tanto, que, de vuelta a la fonda, permanecí largo rato perplejo, pensando si no me convendría irme de allí. Encima de la puerta, en el cuarto piso, campeaban dos rótulos, en uno de los cuales se leía: PALEARI, y en el otro, PAPIANO. Por debajo de este último veíase una tarjeta de visita, sujeta con dos tachuelas, y en la cual se leía: SILVIA CAPORALE. Salió a abrirme un viejecito de más de sesenta anos —¿Paleari? ¿Papiano?—, en calzones blancos con los pies descalzos, metidos en unas zapatillas que eran una lástima; desnudo el sonrosado torso; calvo completamente, sin un pelo siquiera; con las manos llenas de jabón y un hervoroso turbante de espuma en la cabeza. —¡Oh! ¡Usted dispense! —exclamó—. Creía que era mi hija... Disimule que haya salido así... ¡Adriana! ¡Tirencio! ¡Pronto, aquí, que hay un caballero! ... Aguarde un momento; haga el favor de aguardar... ¿Qué era lo que deseaba usted? —¿No es aquí donde se alquila una habitación amueblada? Sí, señor. Mire usted: aquí está ya mi hija. Entiéndase usted con ella. ¡Adriana, que vienen por la habitación! Dejóse ver en aquel momento, toda confusa, una muchachita muy bajita, rubia, pálida, con ojos azules llenos de dulzura y tristeza, como la cara toda. —¡Adriana, como yo! ¡Hay que ver! —díjeme para mí—. ¡Ni buscada de encargo! —Pero ¿y Terencio, dónde anda? —preguntó el tío del turbante de espuma. —¡Por Dios, papá! ¿No sabes que se fue ayer a Nápoles? ¡Retírate, hombre; métete dentro! ¡Si te vieses!... —respondióle la señorita, mortificada, con una vocecita muy tierna, que, aun enojada como parecía, dejaba traslucir su buena pasta. Retiróse el viejo, repitiendo: “¡Ah, ya! ¡Ah, ya!”, chancleando y sin parar de enjabonarse la calva cabeza y también la barba canosa. No pude menos de sonreírme, aunque benévolamente, por no mortificar a la hija. Esta entornó los ojos, como por no ver mi sonrisa. Primero, parecióme una niña; luego, reparando en la expresión de su semblante, comprendí que era ya mujer, y que por eso llevaría aquel vestido largo, que, por no ceñírsela al cuerpo ni a sus formas, tan menuditas, la embastecía. Vestía alivio de luto. Hablando muy bajito y esquivando mi mirada —¡Dios sabe qué impresión le haría yo a lo primero!—, condújome, por un corredor oscuro, a la habitación que se alquilaba. No bien abrió la puerta, sentí que se me ensanchaba el pecho ante el aire y la luz que entraban por dos grandes ventanas que daban vista al río. Allá, en el fondo, veíase el Monte Mario, el Ponte Margherita y todo el barrio nuevo de Prati, hasta el castillo de Sant’Angelo; dominábase el antiguo puente de Ripetta y el nuevo que, al lado, estaban levantando; más allá, el puente Umberto y todo el viejo caserío de Tordinona, que seguía la amplia curva del río; al fondo, por esta otra parte, divisábanse las verdes alturas del Janículo, con la gran fuente de San Pedro en Montorio y la estatua ecuestre de Garibaldi. En atención a aquel espacioso panorama, alquilé el cuarto, que estaba revestido, por cierto, con graciosa sencillez, de un papel claro, blanco y celeste. —Esta azoteíta que ve usted —díjome la niñita vestida de largo—, también es nuestra; por lo menos, ahora, pues, según dicen, piensan derribarla, porque hace saliente... —¿Qué hace? —Saliente. ¿No se dice así? Ahora, que va para largo, porque antes han de terminar el Lungotevere. Al oírla hablar tan bajito, con tanta seriedad y vestida de aquella guisa, sonreí, y dije: —¡Ah! ... ¿Sí? Ella dióse por ofendida. Bajó los ojos y se mordió los labios. Pero yo entonces, por contenerla, adopté también un tono serio: —Usted dispense, señorita. Pero no habrá niños en casa, ¿verdad? Movió ella la cabeza, sin despegar los labios. Acaso en mis palabras viese ribetes de ironía, siendo así que no había tenido yo esa intención, pues dije niños y no niñas. Así que apresuréme a reparar de nuevo aquel agravio. —Y dígame usted, señorita: supongo que no alquilarán más habitaciones, ¿verdad? —Esta es la mejor de la casa —respondióme, sin mirarme—. Ahora, si no le gusta... —No lo decía por eso... Se lo preguntaba por saber si... —Alquilamos también otra —díjome mi tocaya, alzando los ojos con aire de postiza indiferencia—. La otra de fuera.... que da a la calle. La tiene alquilada una señorita, que lleva ya con nosotros dos años; da lecciones de piano.... pero no en casa. Esbozó, al decir esto, una ligerísima sonrisa, algo triste. Y añadió: —En casa somos el abuelo y mi cuñado... —¿Paleari? —No; Paleari es el abuelo; mi cuñado se llama Terencio Papiano... Pero tendrá que irse de aquí con su hermano, que ahora vive también con nosotros. Mi hermanita se nos murió... hará seis meses. Por desviar la conversación, preguntéle el importe del alquiler, no tardando en ponernos de acuerdo. Preguntéle después si quería que le dejase señal, y respondióme: —Como usted guste. Aunque, si no, con dejar su tarjeta... Llevéme la mano al pecho, sonriendo nerviosamente, y dije: —El caso es que.... que..., que no me queda ni una tarjeta... Yo me llamo Adriano, eso es; lo mismo que usted, ¿no es verdad, señorita? Puede que no le haga a usted gracia... —¡Que no! Y ¿por qué? —exclamó ella, reparando, sin duda, en mi extraña cortedad, y echándose a reír, ahora como una verdadera chiquilla. Reíme yo también, y añadí: —Bueno; pues si no lo lleva usted a mal, mi nombre es Adriano Meis. Y ahora, dígame usted: ¿podría dormir esta noche misma aquí, o será mejor que vuelva mañana?... Mi tocaya respondióme: —Como usted guste. Pero yo salí de la casa convencido de que le hubiera hecho un gran favor no volviendo a aportar por allí. ¡Ahí era nada lo que le había hecho! ¡No guardarle la consideración debida a su falda larga! Sin embargo, a los pocos días pude convencerme de que la pobre muchacha no tenía más remedio que llevar aquel vestido, del cual con mucho gusto acaso se hubiera deshecho. ¡Todo el peso de la casa gravitaba sobre sus hombros! ¡Ay, si no hubiera sido por ella! El padre, Anselmo Paleari, aquel viejecillo que había salido a abrirme con un turbante de espuma en la cabeza, tenía también de espuma el cerebro. El mismo día de plantar yo mis reales en la casa, presentóseme, no tanto, según me dijo, con objeto de repetirme que le dispensase por el modo tan poco decente como se me había mostrado la primera vez, cuanto por el gusto de hablar conmigo, pues parecía enteramente un erudito o un artista. —¿No estoy en lo cierto? —No, señor; no lo está usted. Artista..., ni por asomo. Erudito..., así, así... Me gusta un poco la lectura; pero nada más. —¡Como que tiene usted muy buenos libros! —exclamó él, pasando revista a los lomos de los, muy pocos por cierto, que ya había yo colocado encima de la mesa—. Un día de éstos le enseñaré los míos. Que también los tengo buenos, no vaya usted a creerse. ¡Vaya! Y, encogiéndose de hombros, quedóse allí plantado, con la mirada perdida en el vacío, olvidado, indudablemente, de todo, incluso de dónde estaba y con quién. Repitió otras dos veces: “¡Vaya! ... ¡Vaya!”, frunciendo hacia abajo la comisura de los labios, y, dando media vuelta, fuese, sin despedirse. Aquel talante suyo hubo de causarme cierta maravilla; pero luego, cuando me enseñó un día sus libros, según me prometiera, expliquéme, no sólo aquellas distracciones suyas, sino también todo lo demás. Los tales libros ostentaban títulos de este jaez: La mort et l’au delá, LHome et ses corps, Les sept príncipes de I’homme, Karma, La clef de la Theosophie, A B C de la Theosophie, La doctrine secrete, Le plan astral, etc., etc... El señor don Anselmo Paleari era un adepto de la escuela teosófica. Habíanlo jubilado, antes de tiempo, de jefe de negociado en no sé qué Ministerio, con lo que habíanlo arruinado, no sólo hiriéndole en sus intereses, sino también dejándole ocio y vagar para que se engolfase a placer en sus fantásticos estudios y nebulosas meditaciones, abstrayéndose cada vez más de la vida de la materia. La mitad, por lo menos, de su jubilación debía de írsele en comprar aquellos libros. Había reunido ya una bibliotequita. Pero, a la cuenta, no debía satisfacerle del todo la doctrina teosófica. Sin duda, roíale el espíritu la carcoma de la duda, pues junto a aquellos libros teosóficos tenía también una copiosa colección de ensayos y estudios filosóficos, antiguos y modernos, y libros de investigación científica. En aquellos últimos tiempos habíase dedicado también a experimentos de espiritismo. A la señorita Silvia Caporale, profesora de piano, su inquilina, habíale descubierto extraordinarias facultades de médium, no bien desarrolladas todavía, a decir verdad, pero que, sin duda, se desarrollarían con el tiempo y la práctica, hasta revelarse superiores a las de los médiums más famosos. Yo, por mí, puedo certificar no haber visto nunca en una cara tan fea y vulgar, de máscara carnavalesca, un par de ojos más tristes que los de la señorita Silvia Caporale. Eran unos ojos negrísimos, intensos, ahuevados, y daban la impresión como si dentro tuviesen un contrapeso de plomo, cual los de las muñecas automáticas. Tenía la señorita Silvia Caporale más de cuarenta años, y también un hermoso bigote, por debajo de la nariz, en forma de bola, siempre colorada. Más tarde hube de saber que la pobre solterona estaba enberrenchinada por los amores, y empinaba el codo; no se le ocultaba que era fea y vieja ya, y se daba a la bebida de puro desesperada. Algunas noches volvía a casa en un estado verdaderamente deplorable: con el sombrerillo ladeado, la bola de la nariz encarnada como una remolacha y los ojos entornados y más tristes que nunca. Tendíase en la cama, y al punto echaba fuera cuanto vino había bebido, convertida en un mar de llanto. La pobre de Adriana, como una mamaíta vestida de largo, iba a consolarla y se estaba con ella hasta muy entrada la noche; teníale una lástima que podía más que el asco; sabía que estaba la pobre sola en el mundo, y que era muy desgraciada, con aquel berrenchín dentro del cuerpo, que le hacía odiar la vida, que por dos veces intentara quitarse. Mi tocaya la exhortaba con hábiles palabras, hasta que la arrancaba la promesa de ser buena en adelante y no volver a las andadas; y, efectivamente, al día siguiente la veíamos llegar muy peripuesto y adornada y con ademanes y gestos de niña ingenua y caprichosa. Las contadas liras que cogía alguna vez, en pago de enseñarle canciones a alguna artista incipiente de café—concierto, gastábaselas en vino o en perifollos; de suerte que no pagaba la habitación ni su comida en familia. Pero no era posible echarla. Porque ¿cómo se hubiera arreglado sin ella el señor don Anselmo Paleari para sus experimentos de espiritismo? Aunque había, en el fondo, otra razón. La señorita de Caporale, dos años antes, a raíz de morírsele la madre, levantó la casa y se vino a vivir con los Paleari , entregándole unas seis mil liras, que sacara de la venta del moblaje, a Terencio Papiano, para que las empleara en un negocio que éste habíale propuesto, muy productivo y saneado; y las seis mil liras no se habían vuelto a ver Cuando la propia señorita de Caporale, lloriqueando, me hizo esta confesión, yo disculpé en cierto modo al señor Paleari , que a lo primero pensaba yo que sólo por lo chiflado que estaba podía consentir en tener en su casa a una mujer de tal calaña conviviendo con su hija. Cierto que la cosa no era de temer por Adrianita, que daba señales de ser, instintivamente, muy buena, y hasta demasiado juiciosa y sensata, pues era la primera en dolerse y sentirse ofendida de que el padre se entregase a aquellas prácticas misteriosas de invocar a los espíritus por mediación de la señorita de Caporale. Tenía Adrianita un fondo religioso. Lo noté desde el primer día, con sólo fijarme en una pila de agua bendita, de cristal azul, que había colgada de la pared, encima de la mesilla de noche, al lado de mi cama. Yo me acosté con el cigarrillo todavía encendido en la boca, y me puse a leer uno de aquellos libracos del abuelo; y, distraído, hube de tirar la colilla en la pila del agua bendita. Al otro día ya había volado de allí la pila, y en su lugar habíanme puesto, encima de la mesilla de noche, un cenicero. Preguntéle a Adriana si era ella quien había descolgado y llevádose la pila del agua bendita; y la joven, con algo de rubor, repúsome: —Sí, señor. Usted dispense; pero creí que lo que le hacía más falta a usted era un cenicero. —Pero ¿tenía agua bendita? —¡Claro! ¡Como que tenemos enfrente la iglesia de San Roque! ... Y se fue. ¿Me tendría quizá por beato aquella minúscula mamaíta, cuando había ido a la fuente de San Roque por agua bendita para ella y para mí? Para ella y para mí seguramente; porque su padre no debería de usarla. Y cuanto a la señorita de Caporale, a ésa, si algo había que echarle en la pila del agua bendita, no era agua, ¡sino vino! La menor cosa —pendiente de un cabello como me sentía yo de algún tiempo a aquella parte inducíame a largas reflexiones. Aquel pormenor de la pila del agua bendita hízome recordar que desde que era un niño no había vuelto a observar las prácticas religiosas ni puesto nunca los pies en una iglesia, luego que se nos acabó el pobre de Pinzone, que algunas veces nos llevaba a misa a Berto y a mí por encargo de nuestra madre. Jamás había sentido la necesidad de preguntarme a mí mismo si verdaderamente creía en algo. Y Matías Pascal había muerto de mala manera, sin Sacramentos. De pronto hube de verme en una situación bastante peregrina. Para cuantos conocíanme, yo me había quitado de encima, bien o mal, el pensamiento más enojoso y aflictivo que torturarnos puede: el de la muerte: ¡Quién sabe cuántos en mi pueblo no dirían!: “¡Dichoso él, que, después de todo, ya resolvió su problema!”, —cuando, en realidad, no había resuelto nada. Encontrábame ahora con los libros de Anselmo Paleari en las manos, y estos libros me decían que los muertos, los de verdad, se hallaban en mi misma situación, en las «envolturas» del Kamaloka, sobre todo los suicidas, a los que el señor Leadbeater, autor del Plan Astral —primer grado del mundo invisible, según la Teosofía—, nos pinta como acuciados de toda suerte de apetitos humanos, que no pueden satisfacer, faltos, como se hallan, del cuerpo físico, que creen conservar todavía. “¡Es notable! —pensaba yo—. ¡Como que pudiera ser que fuera verdad que me había ahogado en el molino de La Cabaña y me esté haciendo la ilusión de seguir todavía en el mundo!” Sabido es que ciertas especies de locura son contagiosas. Y la de Paleari hubo de —pegárseme a mí con todo y haberme rebelado contra ella al principio. No es que yo me creyese de verdad que me había muerto, lo que no hubiera sido un gran mal, ya que es fuerte cosa morir, y luego de muerto no creo que a nadie le queden ganas de volver a la vida. De pronto caí en la cuenta de que todavía tenía que morirme. ¡Eso era lo malo! ¿Quién se acordaba ya de tal cosa? A raíz de mi suicidio en La Cabaña, yo no había visto delante de mí más que a la vida. Y he aquí que ahora salía el señor Paleari poniéndome de continuo ante los ojos la sombra de la muerte. ¡El santo varón no atinaba a hablar de otra cosa! Eso sí, hablaba de la otra vida con tanto fervor y soltaba de cuando en cuando, en el ardor de sus razonamientos, ciertas imágenes y expresiones tan peregrinas, que, al oírlo, entrábanme ganas de quitarme el mal sabor de la boca e irme a vivir al otro barrio. Por lo demás, la doctrina y la fe del señor Paleari , con todo y parecerme pueriles en el fondo, tenían algo de consoladoras, y como, al fin y al cabo, habíaseme metido en la cabeza que tarde o temprano tendría que morirme de veras, no me desagradaba oírle expresarse en aquellos términos. —¿Hay lógica en el mundo? —preguntóme cierto día, después de haber leído unas páginas de un libro de Finot, henchidas de una filosofía tan sentimentalmente macabra, que parecía el sueño de un sepulturero morfinómano, nada menos que sobre la vida de los gusanos nacidos de la descomposición del cadáver—. ¿Hay lógica en el mundo? Materia, sí; materia. Demos de barato que todo sea materia; pero es que hay formas de formas y modos de modos y cualidades de cualidades; hay la piedra y hay el éter imponderable. En mi mismo cuerpo tengo uñas, y dientes, y pelo, y, ¡diantre!, el finísimo tejido ocular. Ahora bien, señor mío, ¿quién le dice a usted que no? Será materia, si usted quiere, lo que llamamos alma; sólo que convendrá usted conmigo en que esa materia no será como la de las uñas, los dientes o el pelo, sino algo así como el éter, o ¡sabe Dios! Al éter, si lo admite usted como hipótesis. ¿Y al alma, no? ¿Hay lógica en el mundo? Que todo es materia, bueno, sí, señor; pero tómese la molestia de seguir con atención mi razonamiento y ya verá usted adónde voy yo a parar con parecer que se lo concedo a usted todo. Vengamos a la Naturaleza. Nosotros consideramos actualmente al hombre como al descendiente de una serie innumerable de generaciones, ¿no es eso?; como el fruto de una elaboración lentísima de la Naturaleza. ¿Sostiene usted, mi querido señor Meis, que el hombre sea también un animal como los demás, mejor dicho, una fiera, y, en general, muy poco digno de alabanza? Pues también eso se lo concedo a usted; nada, que el hombre representa en la escala de los seres un peldaño no muy elevado; pongamos ocho, siete, cinco grados desde el gusano al hombre. Pero, ¡por los clavos de Cristo!, la Naturaleza ha tardado miles y miles de siglos en subir estos cinco peldaños desde el gusano al hombre; ha tenido que evolucionar, ¿no es eso?, esta materia para alcanzar como forma y como sustancia ese quinto grado, para convertirse en este animal que roba, en esta fiera que mata, en esta alimaña que echa mentiras; pero que, además, es capaz de escribir la Divina Comedia, señor Meis, y de sacrificarse como se sacrificaron por nosotros su madre de usted y la mía. ¿Y todo eso ha de quedar reducido a cero de golpe y porrazo? ¿Qué lógica es ésa? Se me convertirán en gusanos la nariz, el pie, pero no el alma; que será materia también, ¿quién se lo niega, señor mío?, pero no de la misma índole que la nariz o el pie. ¿Hablo con lógica? —Usted dispense, señor Paleari —le objetaba yo—. Pero fíjese: supongamos que un gran hombre, estando paseándose, tiene la desgracia de caerse y romperse la crisma y quedarse lelo. ¿Adónde va a parar su alma? El señor Paleari quedóseme mirando de hito en hito, como si de pronto le cayese a los pies un pedrusco. —¿Que adónde va a parar el alma? —Sí; y lo mismo si nos ocurre esa desgracia a usted o a mí, que, aunque no soy un gran hombre, sin embargo.... ¡vamos!, razono. Suponga usted que me caigo, me rompo la crisma y me quedo lelo. ¿Qué se ha hecho de mi alma? Paleari juntó las manos, y con expresión de benigna lástima, me repuso: —Pero, ¡Dios santo!, ¿por qué quiere usted caerse y romperse la crisma, querido señor Meis? —Es una hipótesis... —Pues no, señor; siga usted paseándose tranquilamente. Cojamos a los viejos que, sin necesidad de caerse ni romperse la crisma, se vuelven chochos. Bien; ¿qué quiere decir esto? ¿Tendría usted la pretensión de querer probarme, apoyándose en esa circunstancia, que al quebrantarse el cuerpo debilitase también el alma, y que la extinción del uno supone la extinción del otro? Pues, si es así, haga usted el favor de imaginarse el caso contrario; es decir, cuerpos en el colmo de la extenuación y en los cuales, sin embargo, refulge potentísima la luz del alma: Giacomo Leopardi y tantos ancianos, como, por ejemplo, Su Santidad León XIII, sin ir más lejos. ¿Qué dice usted a esto? Pero supóngase usted ahora un piano y un pianista, y que, al estarlo tocando, el piano, de pronto, desafina: no suena ya esta tecla, dos o tres cuerdas saltaron. Pues bien: naturalmente, con un instrumento tan estropeado, por fuerza ha de tocar mal el pianista, por más diestro que sea. Pero y si, por fin, el piano deja de ser, ¿será que no existe ya tampoco el pianista? —¿Quiere usted dar a entender que el cerebro es el piano y el alma el pianista? —Eso mismo, señor Meis. Y si el cerebro se estropea, por fuerza el alma ha de parecer mema o loca o qué sé yo. Lo cual quiere decir que si el pianista rompió, no por accidente, sino por inadvertencia o adrede, el instrumento, habrá de pagarlo. El que rompe paga; se paga todo, sí, señor; todo. Pero ésta es otra cuestión. Dispénseme usted; pero dígame: ¿no hace mella alguna en su ánimo ver que la Humanidad toda, hasta donde hay noticia de ella, alimentó siempre la aspiración a otra vida más allá? Este es un hecho, señor mío; un hecho, una prueba positiva. —Dicen que el instinto de conservación... —Pues no es así, para que usted se entere. Porque lo que es yo, me chincho, ¿sabe usted?, en esta vil pelleja que me envuelve. Me pesa, y si la soporto, es porque sé que debo soportarla; pero en probándome, ¡voto a Cristo!, que, después de haberla estado soportando por espacio de otros cinco o seis o diez años, aun no habré pagado mi escote de algún modo, y que todo ha de acabar aquí, pues, ¡nada!, que ya me la estoy arrancando. ¿Y quiere usted decirme dónde está, entonces, el instinto de la conservación? Yo sigo tirando únicamente porque siento que la cosa no puede parar en eso. Sólo que a esto salen diciéndome que una cosa es el individuo y otra la Humanidad. El individuo acaba, la especie sigue evolucionando. ¡Vaya un modo de discurrir! Fíjese, si no, un poco, señor Meis. ¡Como si usted, o el vecino de al lado, todos, en una palabra, no fuésemos la Humanidad! ¿Y no pensamos todos nosotros, allá en nuestro fuero interno, que sería el colmo del absurdo, la cosa más atroz, el que todo hubiera de reducirse a este mundo, a este mísero soplo de nuestra vida terrena: cincuenta, sesenta años de calamidades, sinsabores y luchas? Y todo, ¿por qué? ¡Pues por nada! ¡Por la Humanidad! Pero ¿y si la Humanidad no ha de ser tampoco eterna? Fíjese usted, señor Meis: ¿a qué habrán venido, entonces, toda esta vida, todo este progreso, toda esta evolución? ¿A nada?... Pero ¡si luego salen diciéndonos que la nada, la nada pura, no existe! ... La curación del planeta, como dijo usted el otro día, ¿verdad? Bueno: supongamos que sea la curación; sólo que hay que ver en qué sentido. Lo malo que tiene la ciencia, señor Meis, es eso precisamente: que no ve más allá de la vida... —¡Hombre! —suspiré yo, sonriendo—. Puesto que tenemos que vivir... —Pero ¡también tenemos que morir! —replicóme Paleari . —Conformes; pero ¿por qué pensar tanto en ello? —¿Que por qué? Pues porque no podemos atinar con el sentido de la vida, si de algún modo no nos explicamos también la muerte. El criterio director de nuestros actos, el hilo para salir de este laberinto, la luz, en suma, señor Meis, la luz hemos de recibirla de allá, de la muerte. —¿Con la oscuridad que allí reina? —¿Oscuridad? ¡La habrá para usted! Pero pruebe usted a encender una lamparilla de fe con el aceite puro del alma. En faltándonos esta lamparilla, no hacemos más que dar tumbos de acá para allá en esta vida, como ciegos, pese a toda la luz eléctrica que hemos inventado. Buena, bonísima resulta para la vida la luz eléctrica; pero nosotros, señor Meis, necesitamos también de esa otra lamparita que nos alumbra un poco las sombras de la muerte. Mire usted: yo muchas noches procuro encender también cierto farolillo de cristal color de rosa; no hay más remedio que ingeniarse por todos los modos posibles de echar el resto para intentar ver... Ahora se encuentra en Nápoles Terencio, mi yerno; pero dentro de unos meses estará de vuelta, y entonces yo le invitaré a usted a asistir, si quiere, a alguna de nuestras modestas sesiones. Y quién sabe si ese farolillo... Pero punto en boca, que por hoy ya le he dicho bastante. Como se ve, no era muy amena la compañía de Anselmo Paleari. Pero, bien mirado, ¿podía yo, sin correr peligro, o mejor dicho, sin verme en la precisión de mentir, aspirar a otra compañía menos alejada de la realidad? Todavía me acordaba del caballero Tito Lenzi. El señor Paleari, en cambio, contentábase con la atención que yo prestaba a sus razonamientos, sin sentir curiosidad por saber nada de mi persona. Casi todas las mañanas, después del consabido baño general, me acompañaba en mis paseos; y nos íbamos al Janículo, o al Aventino, o al Monte Mario, cuando no nos alargábamos hasta Ponte Nomentano, sin que se nos cayera de la boca el tema de la muerte: “¡Hay que ver —pensaba yo— lo que he salido ganando con no haberme muerto de veras!” A veces intentaba hacerle hablar de otras cosas; pero no parecía sino que el señor Paleari no tuviese ojos para el espectáculo de la vida que le rodeaba. Iba siempre sombrero en mano, y de pronto lo levantaba en alto, como saludando a una sombra, y exclamaba: “¡Chocheces!” Sólo una vez disparóme a boca de jarro esta preguntita: —Y usted ¿a qué ha venido a Roma, señor Meis? Yo me encogí de hombros, y le respondí: —Pues por el gusto de verla... —¡Con lo triste que es Roma! observó mi hombre, meneando la cabeza—. Son muchos los que se hacen cruces de que aquí no prospere ninguna empresa ni arraigue ninguna idea viva. Pero esos tales se maravillan de ello porque no quieren reconocer que Roma está muerta. —¿Muerta también Roma? —exclamé, consternado. —¡Y desde hace mucho tiempo, señor Meis! Y, créame usted, es inútil cuanto se haga por volverla a la vida. Encerrada en el sueño de su grandioso pasado, no quiere ya enterarse de esta menguada vida que se obstina en bullir a su alrededor. Cuando una ciudad ha tenido una vida como la de Roma, con caracteres tan marcados y particulares, ya no puede ser nunca una población moderna, esto es, una población como las demás. Roma yace ahí, con su gran corazón destrozado, a espaldas del Capitolio. ¿Son, por ventura, de Roma estas casas nuevas? Mire usted, señor Meis. Mi hija Adriana me contó lo de la pila del agua bendita que tenía usted en su cuarto; ¿se acuerda? Adriana se la quitó a usted de la cabecera de la cama; pues bien: el otro día se le cayó de las manos y se le quebró, quedando sólo la concha, que ahora tengo yo en mi cuarto, encima de la mesa escritorio, sirviéndome de ella para lo mismo que usted la primera noche, distraídamente, hizo de ella. Pues idéntico, señor Meis, es el destino de Roma. Los papas hicieron de ella —a su modo, ¡claro está! — una pila de agua bendita; nosotros los italianos la hemos convertido —a nuestro modo también— en un cenicero. De todas partes hemos venido aquí a echar en ella la colilla de nuestro cigarro, que es además el símbolo de la frivolidad de esta menguadísima vida y del amargo y ponzoñoso deleite que nos brinda. |
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