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VIII: Adriano Meis
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capitulo 8 - adriano meis Inmediatamente, no tanto por engañar a los demás, que habían querido engañarse a sí mismos con una ligereza, no deplorable quizá en mi caso, pero de todas formas nada digna de encomio, cuanto por obedecer a la fortuna y satisfacer un anhelo mío, puse manos a la obra de hacer de mí otro hombre. Poco o nada tenía que ufanarme de aquel desgraciado al cual se habían empeñado en hacerle acabar miserablemente sus días en la presa de un molino. Con tantas sandeces y simplezas como en vida había cometido, quizá no fuere digno de mejor suerte. Lo que yo quería ahora era que no sólo en lo exterior, pero ni tampoco por dentro, me quedase a mí el menor resabio de él. Era ahora solo en el mundo, solo como más no era posible serlo, desligado de todo lazo y de toda obligación, libre, flamante y absolutamente dueño de mi persona, sin tener que cargar más en lo sucesivo con el peso de mi pasado, y con el porvenir ante mí, para forjarlo a la medida de mi deseo. ¡Oh! ¡Y qué par de alas me parecía tener! ¡Qué ligero me sentía! El concepto que mis pasadas vicisitudes habíanme hecho formar de la vida debía ya para mí en adelante ser letra muerta. Yo debía granjearme ahora un nuevo sentido de la vida, sin poner a contribución lo más mínimo la lamentable experiencia del difunto Matías Pascal. Era dueño de mí; podía y debía erigirme en artífice de mi nuevo destino, en la medida que la Fortuna habíase dignado concederme. «Y, ante todo —decíame a mí mismo—, seré celosísimo de mi libertad: la sacaré a paseo por caminos llanos y siempre nuevos, y jamás la cargaré con vestiduras gravosas. Cerraré los ojos y pasaré de largo en cuanto el espectáculo de la vida me resulte desagradable. Procuraré habérmelas más bien con las cosas que se suelen llamar inanimadas, y me echaré a la búsqueda de hermosos panoramas y de parajes plácidos y amenos. Poco a poco me iré dando a mí mismo una educación nueva; me transformaré con amoroso y paciente estudio, de forma que a lo último pueda decir con razón, no sólo que he vivido dos vidas, sino que he sido dos hombres.» Empecé por entrar en una peluquería poco antes de dejar a Alenga, para que me recortasen la barba; de buena gana me la hubiera afeitado del todo allí mismo, en unión de los bigotes, y si no lo hice fue por el temor a dar que sospechar en aquel poblacho. El peluquero hacía también funciones de sastre, y era un hombre ya de edad, con los riñones casi derrengados en fuerza de estar encorvado siempre en la misma postura, y unas antiparras cabalgándole en la punta misma de la nariz. Debía de ser mejor sastre que barbero. Cual un azote de Dios cerró contra aquellas barbas, que no me pertenecían ya, pertrechado de unas tijeras como de cardador, que requerían para su empleo la ayuda de la otra mano. Yo no me atrevía ni siquiera a resollar; cerré los ojos, y no volví a abrirlos hasta que el fígaro no me zarandeó suavemente, dándome a entender que ya había terminado. El bueno del hombre me ponía delante un espejito para que le dijera si me había dejado a mi gusto. ¡Aquello parecióme demasiado! —No, gracias —repliquéle, defendiéndome—. Vuelva a ponerlo en su sitio. No quiero asustarlo. Abrió los ojos como tazas, y me preguntó: —¿A quién? —¡Pues al espejito, hombre! ¡Es muy majo! Debe de ser antiguo... Era redondo y con el mango de hueso taraceado. ¡Quién sabe la historia que tendría y cómo habría ido a parar allí, a aquella sastropeluquería. Pero, en fin, por no disgustar al maestro, que seguía mirándome estupefacto, cogí el espejito y me lo puse delante de los ojos. ¡Que si me había dejado a mi gusto! A la primera ojeada comprendí qué clase de monstruo iba a salir de aquella necesaria y radical alteración de las señas personales de Matías Pascal. ¡Una razón más para odiarle! La barbilla, muy chiquita, en punta y metida, que por espacio de tantos años llevara escondida debajo de aquellas barbazas, parecióme una traición. ¡Ahora tendría que llevarla al descubierto! ¡Y qué decir de la nariz que me había dejado en herencia! Pues ¡y aquel ojo! «¡Ah! Lo que es éste —pensé—, siempre será el mismo, y mirará a otro lado, por más que yo cambie de cara. No me queda otro recurso que disimularlo lo mejor que pueda con unos lentes colorados, que contribuirán, seguramente, a agraviarme. Me dejaré crecer el pelo, y con esta frente tan hermosa y despejada, con los lentes y todo afeitado, pareceré un filósofo alemán.» No había término medio: por fuerza había de ser filósofo con aquella condenada facha. ¡Paciencia! Me pertrecharla de una discreta y sonriente filosofía para cruzar por en medio de esta pobre humanidad, que, por más que yo hiciese, parecíame difícil no me resultase en lo sucesivo un tanto ridícula y menguada. El nombre se me ofreció en el tren, a las pocas horas de haber partido de Alenga con rumbo a Turín. Viajaba yo con dos individuos que discutían con mucho calor de Iconografía cristiana, haciendo ambos alarde de mucha erudición, para lo que un profano como yo podía apreciar. Uno de ellos, el más joven, que tenía una cara muy pálida, oprimida por unas barbas broncas y pobladas, parecía experimentar grande y particular satisfacción al sostener la opinión, que, según él, era antiquísima y contaba en su abono con la autoridad de Justino Mártir, Tertuliano y no sé cuantos doctores más de haber sido Jesucristo muy feo. Hablaba con una vocecilla cavernosa, que formaba extraño contraste con su aire de iluminado. —Pero ¡si Cirilo de Alejandría llega hasta el extremo de afirmar que Cristo fue el hombre más feo del mundo! El otro, que era un viejecito muy flaco, plácido en su palidez ascética, pero con un frunce en las comisuras de la boca, que era indicio de sutil ironía, sentado casi sobre el espinazo, con el largo cuello tendido como bajo un yugo, sostenía, por el contrario, que no había que fiar en los textos antiguos. —Porque la Iglesia, en los primeros siglos, atenta exclusivamente a asimilarse la doctrina y el espíritu de su inspirador, apenas si paraba mientes en su figura corpórea. En el curso de la discusión hubieron de sacar a relucir a la Verónica y a dos estatuas de la ciudad de Paneade, que eran tenidas por imágenes de Cristo y de la piadosa mujer. —¡Pero, hombre, si hoy ya no cabe duda! —saltó el joven barbado—. Esas dos estatuas representan al emperador Adriano con la ciudad arrodillada a sus pies. El viejecillo obstinábase en sostener pacíficamente su opinión, que debía de ser contraria, pues el otro, mirándome, continuaba diciendo: —¡Adriano! —...Beronike, en griego. Y de Beronike, pues Verónica... —¡Adriano! (a mí). —O también Verónica, Veranicon; deformación muy probable. — ¡Adriano! (a mí). —Porque la Beroníke de las Actas de Pilatos... —¡Adriano! Repitió así “¡Adriano!” no sé cuántas veces, y siempre mirándome a mí. Luego que ambos se hubieron apeado en una estación, dejándome solo en el coche, asoméme a la ventanilla por seguirlos con la mirada, y al salir del andén iban todavía discutiendo; pero al llegar a cierto punto perdió el viejo la paciencia y puso pies en polvoroso. —¿Quién lo dice? —preguntóle recio el joven, parándose en seco con aire de desafío. El otro se volvió para gritarle: —¡Camilo de Meis! Parecióme como si aquel nombre me lo brindase también a mí, que aun seguía repitiendo maquinalmente: «Adriano»... Inmediatamente arrojé lejos de mí el de, y me quedé únicamente con el Meis. —Adriano Meis. ¡Sí! ... Adriano Meis. ¡Suena bien! ... Parecióme también que ese nombre había de hacer muy buenas migas con la cara rapada y los lentes y el pelo largo, y el chambergo que pensaba adoptar. —¡Adriano Meis! ¡Magnífico! ¡Esos tipos me han bautizado! Borrado por completo de mi memoria todo recuerdo de mi vida anterior, resueltísimo a dar principio desde aquel punto y hora a una nueva vida, sentíame como penetrado y arrebatado de una ingenua e infantil alegría; parecíame como si tuviese virgen y transparente la conciencia, y el espíritu vigilante y pronto a sacar de todo provecho para la construcción de mi yo nuevo. Entre tanto, alborozábaseme también el alma con la alegría de aquella liberación. Jamás había visto de aquel modo los hombres y las cosas; habíase como desvanecido por ensalmo el aire que entre ellos y yo se interponía, y se me antojaban llanas y ligeras las nuevas relaciones que habían de establecerse entre nosotros, ya que en lo sucesivo bien poco necesitaría yo pedirles para mi íntimo goce. ¡Oh, y qué gustosa ligereza del alma! ¡Oh, qué embriaguez tan serena e inefable! La Fortuna habíame desligado de toda traba: de golpe y porrazo me había sacado de la vida común y héchome espectador desinteresado de la lucha en que los demás seguían empeñados, diciéndome con voz admonitoria: “¡Ya verás cómo ahora, que has de mirarla desde lejos, te parece cunosa esa porfía! Y si no, ahí tienes a ése, que se echa a perder el hígado y pone en trance de coger una rabieta a un pobrecito viejo, con tal de sostener que Jesucristo fue el hombre más feo del mundo.» Yo sonreía. Me sonreía ahora de todo, y a todo le sonreía. Sonreía a los árboles del campo, que me salían al encuentro con peregrinas actitudes en su fuga ilusoria; a las villas desperdigadas acá y allá, donde me placía imaginarme colonos con las mejillas hinchadas de tanto soplar contra la niebla, enemiga de los olivos, y con los puños alzados al cielo, que no se dignaba enviarles agua; y les sonreía también a las avecinas, que se desbandaban, asustadas de aquel fragoroso monstruo negro que se les venía encima; al vibrar de los hilos telegráficos, por los cuales se transmitían a los periódicos ciertos infundios, como el de mi suicidio en el molino de La Cabaña; a las pobres guardabarreras, que mostraban al paso del tren la banderita enrollada, preñadas y con el sombrero del marido a la cabeza. Hasta que de pronto hube de reparar en el anillo de casado que llevaba todavía en el anular de la mano. Hízome aquello una impresión violentísima; cerré los ojos, me cogí la mano aquella con la otra, tirando a quitarme aquél aro de oro como a hurtadillas. Luego recordé que el tal anillo se abría y que en su interior había grabados dos nombres: Matías—Romilda; y la fecha del matrimonio. ¿ Qué debía hacer con él? Abrí los ojos y permanecí un rato contemplando el anillo con gesto avinagrado. A mi alrededor había vuelto a hacerse la sombra. ¡Aquél era todavía un resto de la cadena que me ataba al pasado! ¡Qué anillito tan liviano de por sí, y, sin embargo, tan pesado! Pero ya que se había roto la cadena, era menester tirar también a lo lejos aquel último eslabón. Disponíame ya a arrojarlo por la ventanilla; pero me contuve. Tan excepcionalmente favorecido de la casualidad, no podía ya fiar en ella, pues de allí en adelante todo debía parecerme posible, incluso que un anillito tirado en mitad del campo fuera a parar casualmente a manos de un rústico, que a su vez se lo enseñase a otro, con aquellos dos nombres y la fecha que llevaba grabados en su interior, y por los cuales podría descubrirse la verdad; a saber: que el ahogado de La Cabaña no era el bibliotecario Matías Pascal. «No, no —pensé—; hay que dejarlo en lugar más seguro... Pero ¿dónde? En esto paró el tren en otra estación. Miré, y al momento ocurrióseme una idea que al principio tuve cierto reparo de poner por obra. Digo esto para que me sirva de disculpa con esas personas que gustan del gesto gallardo; gente poco reflexiva, que se complace en no recordar que la Humanidad se halla sujeta a ciertas necesidades, a las que ha de obedecer hasta el hombre más penetrado de un pesar profundo. César, Napoleón y, por más indigno que parezca, hasta la mujer más hermosa... Basta. En un lado ponía Caballeros, y en el otro, Señoras; bueno, pues allí di sepultura al anillo de casado. Luego, no tanto por distraerme, cuanto por ver de darle cierta consistencia a mi nueva vida que campaba en el vacío, púseme a pensar en Adriano Meis, y a imaginarle un pasado, y a preguntarme quién fue su padre, dónde nació, etc., muy tranquilamente, esforzándome por verlo todo claro y concretarlo bien, con sus más nimios pormenores. Era hijo único; sobre esto parecíame ociosa toda discusión. —Más único que yo lo era... Y, sin embargo, no; ¡que quién sabe cuántos hermanos tengo por esos mundos en la misma situación que yo! Hermanos que dejaron el sombrero y la americana con una cartita en el bolsillo, en el pretil de un puente, y luego, en vez de tirarse de cabeza al río, se marcharon tranquilamente a América. A los pocos días aparece flotando sobre las aguas un cadáver desfigurado, irreconocible, y todo el mundo piensa: «¿Será el del suicida que dejó aquella carta en el pretil del puente?» ¡Y ya no se habla más del asunto! Cierto que yo no he obrado con arreglo a mi voluntad; ni cartita, ni chaqueta, ni sombrero... Pero eso no obsta para que me encuentre en la misma situación que esos falsos suicidas, a los que además les llevó la ventaja de poder disfrutar de mi libertad sin pizca de remordimiento. Ha sido un regalo que me han hecho... Así que pongamos hijo único. Natural de... Lo más prudente sería no concretar lugar alguno de nacimiento. Pero ¿cómo arreglárselas entonces? No hay quien haya nacido en las nubes, teniendo por comadrona a la Luna, a pesar de haber yo leído en la Biblioteca Boccamazza que los antiguos, amén de otras funciones, atribuíanle también las de partera a la Luna, por lo que las mujeres preñadas la invocaban con el nombre de Lucina. En las nubes, no; pero a bordo de un barco... Sí; a bordo de un barco se puede venir al mundo. Nada, ya está. En un barco nací yo. Mis padres habían emprendido un viaje... Para que yo naciera a bordo de un barco. Pero dejémonos de cuchufletas...; pensemos algo en serio. Una razón plausible para justificar el que una señora encinta y próxima a dar a luz emprendiese un viaje... ¿Que mis padres habían decidido emigrar a América? ¿Por qué no? ¿No emigran tantos?... Hasta el pobrecillo de Matías Pascal quería tomar el tole para América... Y entonces estas 82.000 liras ¿diremos que se las había ganado allá mi padre?... ¡Pero no! ... Con 82.000 liras hubiera esperado, antes de embarcarse, a que su mujer diera a luz con toda comodidad en tierra firme. Y, además, que un inmigrante no logra reunir tan fácilmente en América 82.000 liras. Mi padre... —y a propósito: ¿cómo se llamaba mi padre? Pues Pablo. Eso es: Pablo Meis—. Mi padre, Pablo Meis, habíase engañado como tantos otros. Tres, cuatro años anduvo bregando el pobre con la perra vida, hasta que, ya en el colmo de la miseria, escribióle desde Buenos Aires una carta a mi abuelo... Sí, al abuelo; yo tenía que haberlo conocido también; debía de ser un viejecito por el estilo de aquel que acababa de apearse del tren y que tan enterado parecía en materia de Iconografía cristiana. ¡Caprichos misteriosos de la fantasía! ¿Por qué inexplicable necesidad y de dónde tomaba yo pie para imaginarme en aquel instante a mi padre, a aquel pobre Pablo Meis, como una bala perdida? Pero, sí, ya caigo. ¡Era que le había dado tantos disgustos al abuelito! Habíase casado contra su voluntad y marchádose a América. Seguramente sería también de opinión que Cristo había sido muy feo. Y muy feo en verdad y muy ceñudo habíalo visto allá en América cuando, teniendo a la mujer en vísperas de parto, apenas hubo recibido el socorro que el abuelo le mandaba, embarcóse para Europa. Pero ¿por qué diantre había tenido que nacer yo durante la travesía? ¿No hubiera sido mejor darme por nacido en América, en la Argentina, pocos meses antes de haberse vuelto a la patria mis padres? ¡Sí! Eso es, precisamente; al abuelito habíale enternecido la inocencia del nietecillo, y por mí, únicamente por mí, había accedido a perdonar al hijo descastado. De suerte que yo había cruzado el charco, muy pequeñito todavía, y quizá en tercera clase, habiendo pescado durante la travesía una bronquitis, de la que por milagro escapé con vida. ¡Eso es! ¡Como que siempre me lo estaba recordando el abuelito! Sin embargo, yo no debía quejarme, cual suele hacer la gente, de no haberme muerto, cuando sólo tenía unos meses. No; porque, en resumidas cuentas, ¿qué dolores había tenido yo que sufrir en esta vida? Tan solamente uno, a decir verdad: el de la muerte de mi pobre abuelito, con el cual habíame criado. Porque mi padre, Pablo Meis, hombre aturdido e incapaz de aguantar un yugo, había vuelto a marcharse a América a los pocos meses, dejándonos a mi madre y a mí con el abuelito; y allá, en América, habíaselo llevado al otro barrio la fiebre amarilla. A los tres años habíame quedado yo huérfano también de madre, por lo cual apenas si recordaba a los autores de mis días, no conservando de ellos más que esta ligera idea. Y no paraba ahí la cosa, sino que ni siquiera sabía a punto fijo el lugar donde se meció mi cuna. ¡Había sido en la Argentina, sí! Pero ¿dónde? El abuelito tampoco lo sabía, o por no habérselo dicho nunca mi padre, o por habérsele ido de la memoria; y yo no podía recordarlo. Resumiendo: A) Hijo único de Pablo Meis. B) Nacido en América, en la Argentina, sin más indicación. C) Llegado a Italia de unos meses (bronquitis). D) Sin recuerdo ni casi noticia de los padres. E) Criado con el abuelo. ¿Dónde? Pues de acá para allá. Primero, en Niza. Recuerdos confusos: Piazza Massena, La Promenade, Avenue de la Gare... Luego en Turín. A este último punto iba ahora, revolviendo en la mente muchos proyectos; proponíame buscar una calle y una casa determinadas, donde el abuelo habíame tenido hasta edad de diez años, encomendado a una familia que ya me encargaría yo de inventarla allí, sobre el terreno, para que así tuviese más color local, como se dice ahora; y me proponía también vivir, o mejor dicho, seguir allí con la fantasía, en su tinta, la vida de Adrianito Meis cuando era pequeñín. Estas pesquisas, esta construcción fantástica de una vida no vivida realmente, sino recogida poco a poco sobre el terreno y de boca ajena, y sentida como propia, procuróme una alegría extraña v nueva, no exenta de cierta tristeza, en mis primeros tiempos de vagabundeo. Sólo que hice de ella una ocupación. Vivía, no sólo en el presente, sino también en el pasado, por aquellos años que Adriano Meis no había vivido. De todo aquello que a lo primero urdiera no se me quedó nada, o sólo muy poca cosa. No se inventa nada, en verdad, que no tenga alguna raíz, más o menos profunda, en la realidad; y hasta las cosas más peregrinas pueden ser verdaderas; mejor dicho, no hay fantasía capaz de concebir ciertos desatinos, ciertas inverosímiles aventuras que brotan del seno tumultuoso de la vida misma; pero, sin embargo, ¡cuán distinta no resulta la realidad viva y palpitante de todas esas invenciones que de ella podamos sacar! ¡De cuántas cosas sustanciales, sumamente nimias e inimaginables, no necesita nuestra ficción para convertirse nuevamente en aquella misma realidad de donde la sacamos! ¡De cuántos hilos que vuelvan a unirla con la enmarañadísima madeja de la vida, y que nosotros habíamos cortado con el fin de darle independencia! Ahora bien: ¿qué era yo, sino un hombre inventado? Una ficción ambulante que quería y, además, necesitaba por fuerza que tener una vida propia, aunque basada en la realidad. Asistiendo al espectáculo de la vida arena v observándola al pormenor, percibía sus infinitos eslabones, y al mismo tiempo veía muchos de mis hilos destrozados. ¿Podría yo volver a anudar con la realidad estos cabos sueltos? ¡Quién sabe adónde me arrastrarían! Pudiera ser que de pronto se volviesen riendas de desbocados corceles que dieran en el fondo de un precipicio con el mísero carro de mi forzada ficción. No. Lo que yo debía hacer era anudar estos cabos sueltos solamente con la imaginación. Y por calles y jardines íbame a la zaga de los chiquillos de cinco a diez años, y estudiaba sus ademanes y sus juegos, y retenía en la memoria sus expresiones, a fin de poder construir poco a poco la imaginada infancia de Adriano Meis. Y logrélo tan bien, que, por último, esa niñez fantástica cobró en mi mente consistencia como de cosa real. No quise imaginarme otra madre. Hubiérame parecido que profanaba la memoria viva y dolorosa de mi madre verdadera. Pero mi abuelo, sí; al abuelito de mis primeras fantasías sí me empeñé en crearlo de pies a cabeza. ¡Oh, y de cuántos abuelitos verdaderos, de cuántos viejecillos a los cuales fui siguiendo y estudiando por las calles de Turín, Milán, Venecia y Florencia, vino a componerse aquel abuelito mío! Cogíale a uno la tabaquera; a otro el bastoncillo; a estotro los lentes y la sotabarba; a un cuarto el modo de andar y de sonarse las narices, y a un quinto el de hablar y reír; y con todo ello hice como resultante un viejecito muy pulido, un tanto gruñón, amante de las artes; un abuelito sin prejuicios, que no quiso que yo siguiera un curso regular de estudios, prefiriendo enseñarme él de palabra, y llevarme consigo, de acá para allá, por museos y bibliotecas. Con él a mi lado, como una sombra, visité Milán, Padua, Venecia, Rávena, Florencia, Perusa, y aquel abuelito fantástico acompañábame siempre, hablándome a veces por boca de un cicerone viejo. Pero yo quería vivir también por mi cuenta en el presente. De cuando en cuando asaltábame la idea de aquella libertad mía, ilimitada, única, y experimentaba una inesperada alegría, tan violenta, que me causaba algo así como un vértigo; sentíala entrárseme por el pecho con un suspiro larguísimo y amplio que me levantaba el alma toda. ¡Solo! ¡Solo! ¡Solo! ¡Dueño absoluto de mis actos! ¡Sin tener que darle cuentas a nadie! ¡A nadie! Podía ir a donde quisiera. ¿A Venecia? ¡Pues a Venecia! ¿A Florencia? ¡Pues a Florencia! Y a todas partes me seguía esa felicidad. ¡Ah! Recuerdo cierta tarde, en Turín, a los primeros meses de mi nueva vida, a orillas del Lungo Po, junto al puente que con un dique contiene el envite de las aguas que fragorosas bullen. Era el aire de maravillosa transparencia; las cosas todas, en sombra, parecían esmaltadas por efecto de aquella limpidez, y yo, contemplando aquel espectáculo, sentíme tan dichoso, tan embriagado de libertad, que hasta temí volverme loco, no poder resistir por más tiempo. Había ya consumado de pies a cabeza mi transformación exterior; todo afeitado, con unos lentes de color azul claro y el pelo largo, artísticamente revuelto, ¡parecía enteramente otro! Deteníame a veces a hablarme a mí mismo delante de un espejo y no podía contener la risa. “¡Adriano Meís! ¡Para ti es la vida! ¡Qué lástima que tengas que ir hecho un adefesio! ... Pero, después de todo, ¿qué más te da? Ruede la bola. Si no fuera por este ojo que conservas de aquel otro, de aquel bestia, no resultarías tan feo, después de todo, pese a lo estrafalario de tu figura. Cierto que mueves a risa a las señoras. Pero de ello no tienes tú, en el fondo, la culpa. Si aquel otro tío no hubiera gastado el pelo corto no te verías obligado ahora a llevar tu melena; y también me consta que no vas así de afeitado como un cura por tu gusto. ¡Paciencia! Cuando las bellas rían... ríete tú también; es lo mejor que hacer puedes.» Vivía, por lo demás, conmigo y de mi sustancia. Apenas si cruzaba la palabra con los fondistas, camareros y vecinos de mesa, y jamás entablaba con ellos conversación seguida. Es más: de la cortedad que experimentaba hube de inferir que no era yo dado a la mentira. Esto aparte de que tampoco los demás mostraban mucha gana de pegar conmigo la hebra, acaso porque, al ver mi rara estampa, tomábanme por extranjero. Recuerdo que estando en Venecia tropecé con un anciano gondolero que se empeñó en que yo era alemán o austríaco, sin que hubiera forma de sacarlo de su error. Yo había nacido en la Argentina, sí, señor; pero de padres italianos. Mi verdadera «rareza», digámoslo así, era muy otra, y sólo yo la sabía: que yo no era ya yo; en ningún registro civil constaba mi persona, excepto en el de Miragno, sólo que como muerto y con otro nombre. No me pesaba de ello; aunque, la verdad, eso de que me tomaran por austríaco no me hacía ni pizca de gracia. Nunca tuve ocasión de pararme a pensar en el sentido de la palabra patria. ¡En aquel tiempo tenía yo otros quebraderos de cabeza! Pero ahora, que tenía ocio y vagar, iba dando en la flor de ponerme a meditar sobre una porción de cosas que nunca hubiera pensado que pudieran interesarme lo más mínimo. A decir verdad, paraba mientes en ellas sin querer, y las más de las veces concluía por encogerme de hombros, contrariado. Pero en algo tenía que ocupar el pensamiento cuando me cansaba de dar vueltas y ver cosas. Para sustraerme a las reflexiones molestas e inútiles solía ponerme a emborronar pliegos enteros de papel con mi nueva firma, ensayándome a escribir con otra letra, para lo cual cogía la pluma de modo distinto a como antes lo hiciera. Sólo que luego rasgaba de pronto el papel y tiraba la pluma. ¡Pero si yo podía pasar incluso por analfabeto! ¿A quién tenía yo que escribirle? Ni recibía ni podía recibir en la vida ya cartas de nadie. Este pensamiento, que no era el único tampoco, hacía que volviese la vista al pasado. Volvía a contemplar con la imaginación mi casa, la Biblioteca, las calles de Miragno y la playa, y preguntábame: «¿Seguirá todavía de luto Romilda? Puede que sí, por no dar que hablar a la gente. ¿Qué hará?» Y me la figuraba como tantas veces la viera en casa; y también me imaginaba a mi suegra, que seguramente hablaría pestes de mí. «Ninguna de las dos —pensaba— habrá ido ni siquiera una vez a hacer una visita en el cementerio a ese pobre hombre, con la muerte tan cruel que tuvo. ¡Quién sabe dónde me habrán enterrado! Quizá tía Escolástica no habrá querido gastar en mi entierro lo que gastó en el de mi madre; y mucho menos Roberto, el cual habrá dicho: «¿Quién le mandó matarse? Después de todo, de bibliotecario como estaba podía vivir con sus dos liras diarias de sueldo.» De forma que lo más probable es que me hayan echado a la fosa común lo mismo que a un perro... ¡Pero, en fin, no pensemos más en ello! Sólo lo siento por ese pobre hombre que quizá tuviera parientes más humanos que los míos y que lo hubieran tratado mejor... Aunque, después de todo, ¿qué le importa a él ya tampoco? Ese ya no piensa en nada.» Continué viajando algún tiempo. Pasé las fronteras de Italia; visité las hermosas comarcas del Rin hasta Colonia, siguiendo el curso del río a bordo de un barco; detúveme en las poblaciones principales: Mannheim, Worms, Maguncia, Bingen, Coblenza... De buena gana hubiera ido más allá de Colonia, internándome por Alemania y alargándome quizá hasta Noruega, sino que luego pensé que debía poner freno a mi libertad. Con el dinero que encima llevaba tenía que mantenerme por toda la vida, y no era gran cosa. Aun podía vivir unos treinta años; y en la situación en que me encontraba, al margen de toda ley, sin documento alguno que probase no ya otra cosa sino mi existencia real, hallame incapacitado para buscar ningún empleo; de suerte que, si no quería acabar mal, tenía que reducirme a una vida modesta. Echadas las cuentas, vi que no debía gastar más de doscientas liras al mes; cierto que era una mezquindad; pero ¿no había vivido ya dos años con menos y teniendo familia? En el fondo empecé ya a estar un poco cansado de aquel vagabundeo, siempre solo y sin hablar con nadie. Instintivamente, comenzaba a echar de menos algo de compañía. Lo noté un día de noviembre en Milán, recién llegado de mi excursión por Alemania. Hacía frío y amenazaba lluvia al caer la tarde. Al pie de un farol hube de ver a un viejo que vendía cerillas y que con la caja que llevaba colgada del cuello no podía arrebujarse bien en una raída capa que le cubría los hombros. De los puños, apretados junto a la barba, colgábale hasta los pies una cuerdecilla. Inclinéme a mirarlo mejor, y descubrí que entre las maltrechas botas tenía un perrito muy chiquito y como recién nacido, que tiritaba de frío y gimoteaba, acurrucado entre los pies del hombre. ¡Pobre animalito! Preguntéle al viejo si me lo vendía. Contestóme que sí y que me lo daría por muy poco, con todo y valer mucho, porque cuando fuera mayor sería una gran cosa: un perrazo de tomo y lomo. —Veinticinco liras... El pobre perrillo siguió tiritando, sin dar muestras de engreírse con aquellos elogios; sabía de seguro que su dueño, al pedirme por él ese precio, no rendía tributo a sus futuros méritos, sino a la sandez que había creído leerme en la cara. Yo, entre tanto, había tenido tiempo de reflexionar en que comprando aquel perro me haría, sí, de un amigo discreto y fiel, que para quererme y estimarme no había de preguntarme nunca quién yo fuese de verdad, ni de dónde venía, ni si tenía los papeles en regla. Pero al mismo tiempo de cargar con él había que pagar contribución por tenerlo; ¡yo que no pagaba ninguna! Tal reflexión aguóme la fiesta. Parecióme que iba a comprometer por vez primera mi libertad y que ya la estaba ofendiendo ligeramente. —¿Veinticinco liras? ¡Adiós! —díjele al cerillero viejo. Caléme el sombrero hasta los ojos, y bajo la fina llovizna que ya caía del cielo alejéme de allí, aunque considerando por vez primera que sí, que era hermosa, sin duda, aquella mi libertad ¡ limitada, pero también un poco tirana, ya que no me consentía ni siquiera comprarme un insignificante perrillo. |
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