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XVII: Rincarnazione
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capitulo 18 - El difunto Matías Pascal Dividido el ánimo entre la ansiedad y la ira, no sabía cuál de las dos me tuviese más soliviantado, aunque puede que en el fondo fueran una misma cosa: ansiosa ira e ira ansiosa; no me cuidé ya de que me viese alguien o no, antes de apearme o al apearme en Miragno. La única precaución que había adoptado era meterme en un coche de primera. Había oscurecido ya; y, aparte esto, tranquilizábame el experimento que con Roberto hiciera; convencidos firmemente como todos estaban de mi triste fin, acaecido dos años atrás, a nadie iba a ocurrírsele pensar que yo pudiera ser el difunto Matías Pascal resucitado. Asomé la cabeza por la ventanilla, a guisa de prueba, por ver si la contemplación de los parajes conocidos despertaba en mi ánimo alguna otra emoción menos violenta; mas sólo sirvió para aumentar mi inquietud y mi ira. Al fulgor de la luna vislumbré en lontananza el cerrete de La Cabaña. —¡Asesinas! —murmuré entre dientes—. Allí fue. ¡Pero lo que es ahora! ... ¡Cuántas cosas me había olvidado de preguntarle a Roberto, aturdido por efecto de la inesperada noticia! ¿Habían llegado a venderse el cortijo y el molino, o se hallaban aún, por común acuerdo de los acreedores, sujetos a una administración provisional? Y Malagna, ¿se había muerto? ¿Qué había sido de tía Escolástica? Parecíame mentira que hubiesen transcurrido solamente dos años y pico; antojábaseme aquel tiempo una eternidad y pensaba que lo mismo que a mí me habían acaecido lances extraordinarios, debían de haberles sucedido también a mis paisanos. Y, sin embargo, lo más probable era que nada de particular hubiese ocurrido en el pueblo, salvo el casamiento de Romilda con Pomino, suceso vulgarísimo en sí, y que sólo por mi aparición inminente había de resultar extraordinario y peregrino. ¿Adónde me dirigiría luego que me apease en Miragno? ¿Al nido de los amores de la nueva parejica? Demasiado humilde resultaba para Pomino, rico e hijo único, la casa donde yo, pobre de mí, viviera. Además, que Pomino, tierno de corazón, no se hubiera encontrado allí a gusto, asediado por mi inevitable recuerdo. Quizá se habría llevado a la mujer al palacio del padre. ¡Habría que ver los humos de matrona que tendría ahora mi suegra! Pues ¿y aquel pobre caballero Pomino, Jerónimo 1, tan delicado, fino y pazguato, entre las garras de la bruja? ¡Qué escenas se armarían! Algo podía apostarse a que ni el padre ni el hijo se habrían atrevido a quitársela de encima. Y ahora, ¡qué rabia!, iba a libertarlos yo... Sí; a casa de Pomino era adonde primero debía enderezar mis pasos; que, si no los encontrase allí, ya me diría la portera dónde podría dar con ellos. ¡Oh, y qué revuelo iba a armarse al otro día en aquel pueblecito mío, tan tranquilo, en cuanto se divulgase la noticia de mi resurrección! Hacía luna aquella noche, y todos los faroles estaban ya apagados, según costumbre, en las calles, desiertas, por hallarse a aquella hora todo el mundo en sus casas, cenando. Por efecto de la extremada excitación nerviosa, casi había perdido la sensibilidad de las piernas, y caminaba como si no hollase la tierra con los pies. No podría describir ahora cuál fuese entonces el estado de mi espíritu; sólo conservo la impresión como de una enorme y homérica carcajada que, en un espasmo violento, conmovía todo mi organismo, sin poder llegar a estallar, que, de haberío conseguido, hubiera hecho saltar, como muelas, los pedruscos de la calle y tambalearse las casas. Llegué en un santiamén a casa de Pomino; pero en aquella suerte de mostrador que hay en el zaguán no encontré a la portera; y, trémulo de ira, llevaba ya aguardando un rato, cuando en una de las hojas del portalón hube de distinguir una faja de luto, ya descolorida y polvorienta, que probablemente llevaba allí ya varios meses prendida. ¿Quién habría muerto? ¿El caballero Pomino? Pero Berto no me había dicho ni palabra... Sin embargo, no tenía más remedio que ser él el difunto. Y entonces, ¿ estarían mis tórtolos allá arriba? No tuve paciencia para aguardar más, y me lancé a brincos escaleras arriba. Pero en el segundo rellano salióme al paso la portera. —¿El caballero Pomino? Por la estupefacción con que hubo de mirarme aquella tortuga vieja, comprendí que el propio caballero era el finado. —¡El hijo! Pregunto por el hijo —rectifiqué inmediatamente, sabiendo ya a qué atenerme, y seguí escaleras arriba. No sé qué refunfuñaría la vieja. Al llegar al último tramo, tuve que detenerme: ¡me faltaba el aliento! Miré a la puerta, y pensé: “¡Quizá estén cenando ahora los tres juntitos..., sin el menor recelo! Pero dentro de un instante, en cuanto yo llame a esa puerta, quedará malparada su vida... ¡ En mi mano está todavía la suerte que se cierne sobre sus cabezas!” Subí los últimos escalones. Con el cordón de la campanilla en la mano, en tanto el corazón me daba brincos, subiéndoseme a la garganta, agucé el oído. Ningún rumor. Y en aquel silencio escuché el lento tin, tin, tin de la campanilla, de la cual tiraba yo muy flojito. Subióseme toda la sangre a la cabeza y empezaron a zumbarme los oídos, como si aquel leve tintineo, que se había extinguido en el silencio, retumbase, furioso y ensordecedor, dentro de mí. A poco rato, reconocí, sobresaltado, al otro lado de la puerta, la voz de la viuda de Pescatore: —¿Quién va? No pude, al pronto, responder; y me apreté el pecho con los puños, temiendo no se me saltase el corazón. Luego, con voz sombría, casi silabeando, dije: —¡Matías Pascal! —¿Quién? —chilló la voz de dentro. —¡Matías Pascal! —repetí, con voz todavía más cavernosa. Sentí echar a correr a la bruja de mi suegra, aterrorizada sin duda, y al punto imagineme lo que en aquel instante estaría sucediendo al otro lado de la puerta. Ahora vendría Pomino, el hombre, ¡el valiente! Pero antes fue menester que volviese a llamar como antes, muy flojito. Apenas, abriendo de par en par la puerta, me hubo visto Pomino, erguido, echado para adelante, plantado frente a él, retrocedió aterrado. Yo me adelanté, diciendo: —¡Soy Matías Pascal, que viene del otro mundo! Pomino dejose caer en el suelo, dando un gran resbalón, con los brazos para atrás y de par en par los ojos. —¡Matías! ¿Tú? Mi suegra, que había acudido, llevando la luz en una mano, lanzó un alarido agudísimo, como de parturienta. Yo cerré la puerta de un empellón, y de una manotada le quité la luz, que ya se le caía de la mano. —¡Silencio! —díjele en los mismos morros—. ¿De veras me toma usted por un fantasma? —¿¡Vivo!? —exclamó ella, pasmada, con las manos en la cabeza. —¡Vivo! ¡Vivo! ¡Vivo! —repetí yo, con feroz alegría—. Me habías dado por muerto, ¿no es verdad? ¿ Ahogado en el molino? —Y ¿de dónde vienes? —preguntome, temblando de terror. —¡Pues del molino, so bruja! —gritéle—. ¡Toma la luz, mírame bien! ¿Soy o no soy yo? ¿No me reconoces? ¿O te sigo pareciendo aquel desgraciado que se ahogó en La Cabaña? —Pero ¿no eras tú? —¡Así revientes, bruja de los demonios! ¡Yo estoy aquí vivo! ¿No me ves? ¡Ea, levántate, mala pécora! ¿Dónde está Romilda? —¡Por caridad! —gimió Pomino, levantándose del suelo presuroso—. La pequeña..., tengo miedo..., la leche... Yo lo cogí de un brazo, y, a mi vez, me detuve: —¿Qué pequeña? —Mi... mi hija... —balbució Pomino. —¡As... sesino! —clamó mi suegra. No pude responderle, aturdido por la impresión de aquella nueva noticia. —¡Tu hija! —murmuraba—. ¿Una hija, además?... ¿Y está ahora...? —Está tomando el pecho de Romilda. ¡Por el amor de Dios! —conjuróme Pomino. Pero había acudido tarde. Porque ya Romilda, con el corpiño flojo y la pequeñuela en el regazo, toda en desorden, como si al oír los gritos hubiese saltado presurosa y azorada del lecho, habíase adelantado hacia nosotros, y me vio: —¡Matías! Y dejóse caer en brazos de Pomino y de su madre, los cuales cargaron con ella y se la llevaron de allí, dejando, en aquel destartalo, a la pequeña en mis manos. Encontréme a oscuras en el recibimiento, sosteniendo en mis brazos a la niña, que lanzaba vagidos con la vocecilla acre de la leche. Consternado, poseído de agitación, seguía oyendo el grito de aquella que fuera mi mujer y era ahora la madre de esta niña, no mía, sino de otro, mientras que a la mía no le había tenido cariño. Por lo cual yo, ahora, ¡no, por Dios vivo!, no debía tener piedad. ¡Había vuelto a casarse! Pero, a todo esto, la niña seguía gimiendo, y yo no sabía qué hacer. Hasta que, por último, me la acomodé bien contra el pecho y empecé a acariciarla suavemente, pasándole una mano por sus hombritos, y a mecerla para que se durmiese. Enturbióseme el odio y cedió la violencia. Y poco a poco fue quedándose callada la niña. Pomino llamó en lo oscuro, sobresaltado: —¡Matías...!, ¿y la nena? —¡Cállate! ¡La tengo aquí! —¿Y qué haces? —Pues ya ves, ¡comérmela a bocados! ... ¡Hay que ver la pregunta! ¿Que qué hago? Me la habéis puesto en los brazos..., y todavía me preguntáis que qué hago... Ahora, lo mejor que podéis hacer es dejar en paz a la nena... Ya está tranquilita... ¿Y Romilda? ¿Dónde está? Pomino se me acercó, todo tembloroso y remiso, cual perra que ve a su crío en manos del amo. —¿Romilda? ¿Para qué la quieres? —preguntóme. —¡Para hablarle, hombre! —respondíle con rudeza. —Se ha desmayado, ¿sabes? —¿Que se ha desmayado? ¡Pues ya haremos que vuelva en sí! Pomino se me plantó delante, implorando: —¡Por el amor de Dios! ... Oye..., tengo miedo... ¿Cómo es posible que seas tú?... ¡Vivo!... ¿Dónde estuviste tanto tiempo? ¡Dios santo!... Oye..., ¿no te sería lo mismo decirme a mí lo que le fueras a decir a ella? —¡No! —gritéle—. ¡Tengo que hablar con ella! ¡Tú aquí no eres ya nadie! —¡Cómo! —Como te lo digo. Tu matrimonio no tiene validez. —Pero, ¡hombre, por Dios! ... ¿Qué dices?... ¿Y la niña? —La niña..., la niña.... la niña... —mascullé—. ¡Habráse visto qué poca vergüenza! ¡En dos años, casados y con una niña! ¡Calla, rica calla! Vamos a ver a la mamá... ¡Anda, hombre! Ve tú delante, guiando... ¿Por dónde hay que echar? No bien hube entrado en la alcoba con la niña en mis brazos, hizo ademán mi suegra de abalanzárseme como una hiena. Yo la rechacé con furioso codazo. —¡Váyase usted de aquí, so tía brujas! Que aquí tiene usted a su yerno. Si tiene usted algo que rezongar, ¡dígaselo a él, que yo no la conozco! Inclinéme sobre Romilda, que lloraba a lágrima viva, y presentéle a la pequeña: —¡Tómala! Aquí la tienes. ¡No llores! ... ¿A qué viene ese llanto? ¿A que estoy vivo? ¿Luego querías que me hubiera muerto de veras? ¡Mírame..., mírame bien a la cara! ¿Estoy vivo o estoy muerto? Ella hizo un esfuerzo para mirarme por entre sus lágrimas, y con voz entrecortado por los sollozos, balbució: —¿Pero... cómo.... tú? ¿Qué.... qué hiciste en todo este tiempo? ¿Que qué hice? —suspiré—. ¿Y a mí me lo preguntas? ¿De modo que tú te volviste a casar... con ese sandio ahí presente.... y trajiste al mundo una niña, y todavía tienes valor de preguntarme a mí que qué hice en este tiempo? —¿Y ahora? —gimió Pomino, cubriéndose la cara con las manos. —Pero tú, ¿dónde has estado? Si te fingiste muerto y te largaste... —gritó mi suegra, adelantándose hacia mí con los brazos alzados. Yo le cogí uno de ellos y se lo retorcí, gritando: —¡Cállese usted, vuelvo a decirle! ¡Estése usted quieta, porque como la sienta resollar a usted, va a acabárseme la piedad que me inspiran ese imbécil de su yerno y esa criaturita, y voy a aplicarles a todos la ley monda y lironda! ¿Y sabe usted lo que dice la ley? Pues que yo debo volverme a reunir ahora con Romilda... —¡Con mi hija! ¡Tú! ¡Pero tú estás loco! —exclamó la vieja, impertérrita. Mas Pomino, impresionado por mis amenazas acercósele diligente, rogándole que se callara, por lo que más quisiera. Y entonces fue la bruja y me soltó a mí y la emprendió con él, poniéndolo de sandio, de bragazas, de inútil, y echándole en cara que no sabía hacer más que llorar y lamentarse como una hembra... —¡Acabe usted ya! —grité en cuanto pude contenerme—. ¡Os la dejo! ¡Os la dejo a vosotros con muchísimo gusto! ¿O me cree usted de veras tan chiflado como para avenirme a ser otra vez su yerno? ¡Ay, pobre Pomino! ¡Pobre amigo mío, dispénsame, ¿oyes?, si te llamé imbécil! Pero ya has oído que también te lo ha llamado tu suegra, y puedo jurarte que, también, desde un principio, me lo había dicho Romilda, nuestra mujer..., ¡sí, sí, ella misma!..., que le parecías un memo, un estúpido, un pazguato... y no sé cuantas cosas más por este estilo... ¿No es cierto, Romilda? ¡Anda, mujer, di la verdad! ... ¡Anda, no llores más rica! ¡Tranquilízate, criatura! ¿No ves que puede sentarle mal a tu nena? Yo he vuelto a la vida.... ¿no lo ves?..., y quiero estar alegre... ¡Alegre!, como decía aquel borracho... ¡Alegre, Pomino! ¿Te parece que sea capaz de dejar sin madre a una criaturita? ¡No, hombre! Yo ya tengo un hijo sin padre... ¿Lo ves, Romilda? Estamos en paz: yo tengo un hijo que es hijo de Malagna, y tú tienes ahora una hija que es hija de Pomino. Si Dios quiere, en su día los casaremos l ¡Ahora ya no debes llevar a mal lo de ese hijo mío! ... Pero hablemos de cosas alegres... Dime: ¿cómo tú y tu madre, os arreglasteis para darme por muerto allá en La Cabaña?... —¡No fueron ellas solas! —exclamó Pomino—. También yo te di por muerto. ¡Y todo el mundo, aquí, en el pueblo! —¡Muy bien! ¡Muy bien! ¿Conque tanto se me parecía el interfecto? —Tenía tu misma estatura..., tu misma barba... Vestía como tú, de negro... ¡Y como, además, llevabas tantos días sin aparecer! ... —¡Claro! Me había fugado, ¿no es verdad? ¡Como si no hubieran sido ellas la que me echaron de casa! ... ¡Esta, ésta misma! ... ¡Y, sin embargo, tenía intención de volver..., ¡sí, señor!, ¡y cargado de oro! Mientras, aquí..., que es..., que no es... muerto, ahogado, putrefacto... e identificado, por añadidura... ¡Gracias a Dios que me he divertido estos dos años! En tanto, vosotros, aquí, noviazgo, casorio, luna de miel, fiestas y alegrías; la nena... El muerto al hoyo y el vivo al bollo..., ¿eh? —¿Y ahora? ¿Qué vamos a hacer ahora? —repitió Pomino, gimiendo, como puesto en un potro. Romilda se levantó para acomodar en la cuna a la pequeña. —¡Vámonos de aquí —dije yo—, que la pequeña ha vuelto a dormirse! En otro sitio discutiremos. Nos trasladamos al comedor, donde, encima de la mesa, aun sin levantar, veíanse los restos de la cena. Todo tembloroso y descompuesto, con cadavérico palidez en el semblante, parpadeando sin cesar y con los ojos como de yeso, horadados en su mitad por dos puntitos negros y agudos, de pasmo, Pomino se rascaba la frente y repetía, como delirando: —¡Vivo! ... ¡Vivo! ... ¿Qué vamos a hacer? —No me jorobes! —le grité—. ¡Ya lo veremos! Romilda, que ya se había echado una falda, vino a buscarnos al comedor. Al verla a la luz, quedéme maravillado: estaba tan hermosa como en otro tiempo, por no decir más. —¡Déjame que te vea bien!... —le dije—. Con tu permiso, ¿eh, Pomino? No creo que esté mal..., porque también yo soy su marido, y el primero, y soy antes que tú. ¡Vaya, Romilda, no te dé vergüenza! ¡ Mira, mira cómo se retuerce Mino! Pero ¿qué culpa tengo yo de no haberme muerto de veras? —¡Eso no es posible! —rezongó Pomino, lívido. —¿No ves que la asustas? —díjele yo, señalando a Romilda—. ¡Cálmate, Mino! ... ¡Te he dicho que te la cedo, y mantengo mi palabra! ¡Sólo que, espera un poco!.... ¡con tu permiso! Lleguéme a Romilda y le estampé un beso muy fuerte en la mejilla. —¡Matías! —gritó Pomino, todo trémulo. Yo echéme de nuevo a reír. —¿Celos? ¿Tienes celos de mí? ¡Vamos, hombre! ¡Yo tengo aquí primacía! Además, que eso se borra, ¿ verdad Romilda?... Mira, al venir para aquí, pensaba yo —y que me dispense Romilda—, pensaba yo, querido Mino, que te haría un gran favor librándote de ella; y este pensamiento me traía a mal traer, pues quería vengarme, y aun lo querría, ¡no vayas a creer!, quitándote a Romilda, ahora que veo que la quieres y que ella... Sí, me parece un sueño; me parece la de aquellos tiempos, ¿no te acuerdas, Romilda?... Pero ¡no llores! ¿Por qué otra vez esos lloros?... ¡Ay, qué tiempos aquéllos! ¡Ya no volverán!... ¡Ea, ea! Vosotros tenéis ya una hijita; así que... ¡punto en boca! Me voy y os dejo en paz, ¡qué diantre! —Pero ¿no anularán el matrimonio? —gritó Pomino. —¿Y qué te importa a ti que lo anulen? —le dije—, Lo anularán pro forma, si es que lo anulan, porque lo que es yo no he de hacer valer mis derechos, y ni siquiera pienso darme a conocer oficialmente como vivo, a no ser que materialmente me obliguen. A mí me basta con que todos vuelvan a verme y sepan que estoy vivo de hecho, para salir de esta muerte postiza, que, creedlo, es una muerte verdadera. Y si no, ya lo ves: ¡te has podido casar con Romilda como si estuviera viuda! ... Lo demás me importa un comino. Tú contrajiste matrimonio públicamente, y todos saben que Romilda lleva un año de ser tu mujer, y como tal, seguirá en adelante. ¿Quién crees que piensa ya en el valor legal de su primer matrimonio? Aguas pasadas... Romilda ha sido mi mujer; pero desde hace un año lo es tuya y madre, además, de una hija de los dos. De aquí a un mes, ya nadie se acordará de lo ocurrido. ¿No digo bien, suegra por partida doble? La viuda de Pescatore, malhumorada y ceñuda, asintió con la cabeza. Pero Pomino, con agitación creciente, preguntó: —¿Y tú piensas quedarte a vivir aquí, en Miragno? —Sí; y alguna que otra nochecita me vendré por aquí a tomar con vosotros una tacita de café o un vasito de vino, a vuestra salud. —¡Eso, no! —saltó mi suegra, poniéndose en pie. —¡Pero si lo dice en broma! —observó Romilda, con los ojos bajos. Yo me eché a reír, como antes. —¿Lo estás viendo, Romilda? —le dije—. Tienen miedo, no sea que volvamos a enamorarnos... ¡No estaría mal! Pero ¡no, no hagamos sufrir a Pomino! ... Quiere decir que, si no le hace gracia verme en su casa, me pondré a pasearte la calle y rondarte el balcón. ¿Qué tal? ¡Ya verás las serenatas que voy a darte! Pálido y trémulo, daba vueltas Pomino por la estancia, refunfuñando: —¡No es posible! ... ¡No es posible! ... De pronto, se paró en seco, y me dijo: —El hecho es que ésta.... estando tú aquí, vivo, no será ya mi mujer. —¡Pues hazte cuenta que me he muerto! —respondíle con mucha flema. El volvió a sus paseos: —¡Cómo voy a hacerme esa cuenta! —Pero ¿crees de verdad —añadí— que yo vaya a hacerte sombra, no queriendo Romilda? Aunque, ¡claro!, como soy mucho más guapo que tú... —Pero quiero decir ante la ley, ¡ante la ley! —gritó él, volviendo a pararse. Romilda lo miraba, angustiada y perpleja. —En ese caso —hícele observar—, me parece que quien debía dolerse antes que nadie era yo, que en lo sucesivo tendré que aguantarme y ver a mi hermosa media naranja vivir maritalmente contigo... —Pero también ella —exclamó Pomino, no siendo ya mi mujer... —¡Bueno! En una palabra —salté yo—: que quería vengarme, y no me vengo; te dejo la mujer y te dejo a ti en paz, ¿y todavía no estás contento? ¡Ea! ¡Anda, Romilda, levántate y vámonos! ¡Qué le vamos a hacer! ... ¡Emprenderemos un viaje de bodas! ... ¡Ya verás cuánto nos vamos a divertir! ¡Deja, que se pudra él solo, a ese cascarrabias! ¿No lo ves? Ahora quisiera que yo fuese a tirarme de cabeza al molino de La Cabaña. —¡No quiero eso! —prorrumpió Pomino, en el colmo de la desesperación—. Lo que quiero es que, por lo menos, te vayas de aquí. ¡Que te quites de en medio! ¿No tuviste por conveniente hacerte el muerto? Pues vete ahora del pueblo sin que nadie te vea. Porque yo aquí.... viviendo tú... Levantéme, púsele una mano en el hombro para sosegarlo, y le respondí, diciéndole, en primer lugar, que ya había estado en Oneglia a ver a mi hermano; de suerte, que ya todos sabían que no me había muerto, y era inevitable que al día siguiente cundiera ya la noticia por Miragno. Luego exclamé: —¿Que me haga otra vez el muerto? ¿Que me vaya de Miragno? ¡Quita, hombre! ... ¡Sigue tú de marido, y que buen provecho te haga! ... No temas cosa alguna... Sea como quiera, tú estás casado como Dios manda... Y todo el mundo bajará la cabeza, sabiendo que hay de por medio una criatura. Yo te prometo y te juro que no he de venir nunca a molestarle, ni siquiera a pedirte una taza de café, ni siquiera a regodearme con el espectáculo plácido y risueño de vuestro cariño y concordia, de vuestra dicha, cimentada sobre mi muerte... ¡Ingratos! Cualquier cosa apuesto a que nadie en el mundo, empezando por ti, mal amigo, ha ido a poner una corona, ni siquiera una flor, en mi sepultura... ¿A que es verdad? ¡Habla, responde! —¡Déjate de bromas, hombre! —exclamó Pomino con nervioso temblor. —¿Bromas?... ¡No son bromas, amigo mío; que estando de por medio el cadáver de un hombre, no hay quien bromee! Di la verdad: ¿a que no has ido a visitar mi tumba al camposanto? —No..., no.... no he tenido valor —balbució Pomino. —Pero para quitarme la mujer sí tuviste valor, ¡tunante! —¿Y tú? ¿No me la quitaste tú primero? ¡Y eso que estaba yo vivo! —exclamó él, de pronto. —¿Yo? —murmuré—. ¡Ca! ¡Si fue ella la que no te quiso, hombre! ¿Quieres que vuelva a repetirte que le parecías un panoli? ¡Anda, díselo tú, Romilda, haz el favor! Ya ves que sale acusándome de haberío traicionado... Pero, en fin, ahora ya es tu marido, y ¡punto en boca! No hablemos más de ello... Mañana iré yo al cementerio a visitar la tumba de ese desgraciado, que está allí abandonado el pobre, sin una flor ni una lágrima... Dime, ¿pusisteis siquiera lápida en su sepultura? —Sí —apresuróse a responder Pomino—. Y a expensas del Ayuntamiento... Mi pobre padre... —Sí; ya sé que me hizo el elogio fúnebre... ¡Si el pobre del muerto hubiera podido oírlo!... ¿Y qué habéis puesto en la lápida? —No recuerdo ya... Lo redactó Alondrilla... —¡Claro! —suspiré—. ¡Y basta! Dejemos también esto. Pero cuéntame, hombre: ¿cómo os disteis tanta prisa a casaros?... ¡Ay, y qué poco me lloraste, viudita mía! Quizá ni una lágrima, ¿eh? ¡Habla, mujer, contesta! ¿Es posible que no quieras dejarme oír tu voz? Mira, ya va avanzada la noche... En cuanto amanezca, me iré de esta casa, y ¡si te vi, no me acuerdo! Aprovechemos estas pocas horas... ¡Habla, mujer! Romilda se encogió de hombros, miré a Pomino y sonrió nerviosamente; luego, volviendo a bajar los ojos y mirándose las manos: —¿Qué quieres que te diga?... Es verdad que lloré... —¡Y eso que no te lo merecías! —refunfuñó mi suegra. —¡Gracias! Pero, en fin... ¡Bueno! ... Supongo que no me llorarías mucho, ¿eh? De fijo que no se mojaron mucho esos ojos tan hermosos que tan fácilmente se equivocaron... —Nos vimos muy apuradas —continuó Romilda a modo de disculpa—. Y si no hubiera sido por éste... —¡Muy bien, Pomino! —exclamó—. Pero y el canalla de Malagna ¿no os ayudó? —Ni pizca —saltó mi suegra con voz dura y desabrida—. Todo lo hizo éste... Y señaló a Pomino. —Es decir —rectificó aquél balbuciendo—, yo no... Mi pobre padre... ¿No recuerdas que era del Ayuntamiento? Pues fue y consiguió que les señalaran una pensioncita, en atención a la desgracia.... y luego. — — —¿Dio su consentimiento para el casorio? —¡Eso! Y se empeñó en que nos viniésemos a vivir todos aquí con él... Pero hace dos meses... Y procedió a contarme la enfermedad y muerte del padre, el cariño que les había tomado a la nuera y a nieta y lo llorada que había sido su muerte en el pueblo. Luego pedile noticias de tía Escolástica, que tan amiga era del caballero Pomino. Mi suegra, que todavía se acordaba del puñado de masa que le tiró aquella vez a la cara, revolvióse en su asiento. Pomino respondióme que hacía dos años y pico que no la veía, pero que gozaba de cabal salud; luego, a su vez, preguntóme por mi vida y milagros durante el tiempo que había estado ausente. Yo le dije cuanto discretamente podía decirle, callándome los nombres de las personas y lugares, a fin de demostrarles que no todo habían sido mieles para mí en aquellos dos años. Y así conversando en amor y compaña, aguardamos el clarear de aquel día, en que había de proclamarse a los cuatro vientos mi resurrección. Estábamos rendidos de la noche en claro y de las violentas emociones que experimentáramos, Y sentíamos también mucho frío. Con objeto de que entráramos en calor, fue Romilda y por su propia mano nos hizo café. Al ofrecerme la taza, me miró con ligera, triste y como lejana sonrisa, y me dijo: —A ti siempre te gustó sin azúcar, ¿verdad? ¿Qué leería en aquel instante en mis ojos, que hubo de bajar enseguida los suyos? A la lívida luz de la aurora sentí que se me subía de pronto a la garganta una inesperada oleada de llanto, y miré a Pomino con enconados ojos. Pero ya el café humeaba bajo mi misma nariz, embriagándome con su aroma, y empecé a tomármelo a lentos sorbos. Luego pedíle permiso a Pomino para dejar en su casa la maleta, hasta que encontrara alojamiento. —¡Sí, hombre, sí! —contestóme él solícito—. Es más: no te cuides de ésa, que cuando sea necesario yo me encargaré de mandártela... —¡Oh! —exclamé—. ¡No creas que tengo nada en ella! ... Está vacía... Y a propósito, Romilda: ¿no has conservado en tu poder nada mío..., prendas de vestir.... ropa interior?... —No, nada —respondióme ella, contrita, abriendo las manos—. Ya comprenderás..., después de aquella desgracia... —¡Quién podía imaginar!... —exclamó Pomino. Pero hubiera jurado que el roñoso de Pomino tenía, liado al cuello, un antiguo pañuelo mío, de seda. —¡Bueno! Basta. ¡Adiós, y buena suerte! —díjeles, buscando con mis ojos los de Romilda, que me rehuían, aunque, al darme la mano, pude notar que le temblaba—. ¡Adiós! ¡Adiós! Bajé a la calle y volví a encontrarme perdido, con estar allí, en mi pueblo: solo, sin casa ni hogar. —¿Y ahora —preguntéme a mí mismo—, adónde ir? Eché a andar, mirando a la gente que pasa a. ¡Cómo! ¿No me conocía nadie? Y, sin embargo, yo no había cambiado tanto como para que, al verme, no hubiera podido decir alguno: «¡Hombre, y cómo se parece ese forastero al pobre Matías Pascal! ¡Si tuviera el ojo un poco torcido, cualquiera diría que era él!” Pero no, ninguno me conocía, porque nadie pensaba en mí. No despertaba curiosidad, ni siquiera la menor sorpresa... ¡Y yo que me figuraba que con sólo salir a la calle iba a armar una revolución! Ante aquel profundo desengaño experimenté un bochorno, una pena, una amargura, que en vano intentaría describir; y ese bochorno y ese desprecio impedíanme llamarles la atención a aquellos que yo, por mi parte, conocía muy bien... ¡Al cabo de dos años! ¡Ah! ¿Qué significaba morir? Ya nadie se acordaba para nada del santo de mi nombre; ni más ni menos que si nunca hubiera existido... Por dos veces recorrí de punta a cabo el pueblo, sin que nadie me detuviese. Por un momento, lleno de rabia, pensé en volver a casa de Pomino y decirle que estaba arrepentido del trato hecho, vengando en él la afrenta que parecía infligirme todo el pueblo al no darse por enterado de mi presencia. Pero ni Romilda me hubiera seguido por las buenas ni yo tampoco hubiera sabido, de momento, adónde llevármela. Debía empezar por buscar albergue. Pensé en dirigirme inmediatamente al Ayuntamiento, al Registro civil, para exigir que me borrasen enseguida del libro de los muertos; pero andando, andando, mudé de propósito y torcí en dirección a esta Biblioteca de Santa María Liberal, donde hube de encontrarme, ocupando mi puesto, al reverendo amigo don Eligio Pellegrinotto, el cual tampoco me reconoció al primer golpe de vista. Jura y perjura don Eligio que él me reconoció enseguida y que sólo aguardó a que yo declarase mi nombre para echarme los brazos al cuello, pareciéndole imposible que fuese yo, y no resolviéndose a abrazar así, a las primeras de cambio, a un individuo que le parecía Matías Pascal. Después de todo, no le llevemos la contraria. Lo cierto es que fue el primero en saludarme y festejar mi vuelta empeñándose luego en que había de presentarme a los paisanos, para borrar de mi ánimo la mala impresión que su olvido me hiciera. Pero yo, ahora, no creo oportuno describir las escenas que luego hubieron de desarrollarse, en la farmacia de Brísigo, primero, y luego en el café de La Unión, cuando don Eligio, radiante todavía de júbilo, presentóse allí conmigo redivivo. En un santiamén divulgóse la noticia por el pueblo, y todos acudieron a verme y a acosarme a preguntas. Querían que yo les dijese quién había sido, entonces, el ahogado del molino, como defraudados, o como si yo les engañara y no me hubiesen reconocido todos, uno después de otro. ¿De modo que era yo, verdaderamente? Pero ¿de dónde venía? ¡ Pues del otro mundo! ¿Y qué había estado haciendo? ¡Pues el muerto! Yo adopté, la determinación de encastillarme en aquellas dos respuestas, sin que hubiera fuerza humana que me sacara de, ellas, y dejarlos a todos con la comezón de la curiosidad, que los tuvo muchos días a mal traer. Ni siquiera fue más afortunado que los demás el amigo Alondrilla, que vino a entrevistarse conmigo para publicar una información en Il Foglietto. Inútil fue que, para conmoverme y tirarme de la lengua, me llevara un número del periódico de hacía dos años, con mi necrología. Yo le repliqué que me la sabía de memoria, pues en el infierno era Il Foglietto muy leído. —¡Gracias, amigo mío, gracias por todo! ¡Incluso por la lápida! ... Ya iré a verla. Renuncio a transcribir su nuevo suelto del domingo siguiente, encabezado con grandes titulares, que decían: “¡Matías Pascal, vive!” Uno de los pocos que no quisieron dejarse ver, además de mis acreedores, fue Malagna, con todo y haber dado muestras —según me dijeron—, dos años antes, de un gran pesar por mi bárbaro suicidio. Y me lo explico. Tanta pena como entonces le daría, al ver que me había quitado de en medio para siempre, tanto disgusto como sentiría ahora, al saber que había vuelto a la vida. Lo comprendo perfectamente. ¿Y Oliva? Hube de tropezarme con ella un domingo, al salir de misa, con su nene, que ya tiene cinco años, y que se le parece en lo guapo y lo sano. ¡Mi hijo! Ella miróme con ojos cariñosos y risueños, que, en un periquete, me dijeron tantas cosas... Basta. Ahora vivo en paz con mi anciana tía Escolástica, que se brindó a tenerme en su casa. Mi extraña y peregrina aventura me nimbó de repente de prestigio a sus ojos. Duermo en la misma cama en que exhaló su último suspiro mi pobre madre, y me paso gran parte del día aquí, en la Biblioteca, en compañía de don Eligio, que aún está muy lejos de dar remate a su labor de ordenar los viejos infolios polvorientos. Unos seis meses he tardado en pergeñar esta mi rara historia, con su ayuda. Y de cuanto aquí queda apuntado, me guardará el secreto, como si se lo hubiese contado en el confesonario. Hemos hablado los dos largo y tendido acerca de mis peripecias y aventuras, y más de una vez hele dicho yo que no se me alcanza el provecho que de ellas se pueda sacar. —Por lo pronto, éste —replícame don Eligio—: que fuera de la ley y fuera de esas particularidades, felices o desgraciadas, por las cuales somos quien somos, ¡no es posible vivir, querido Pascal! A lo que le objeto que yo no he vuelto a entrar del todo en la ley ni en mis particularidades. Mi mujer es la mujer de Pomino, y yo no podría decir a punto fijo quién soy. En el cementerio de Miragno, sobre el sepulcro de aquel pobre desconocido que se ahogó en La Cabaña, puede leerse todavía la lápida redactada por Alondrilla: victima de adversos hados, Matías Pascal, bibliotecario, corazón generoso, alma franca, aquí, voluntariamente, reposa la piedad de sus paisanos coloco aquí esta lapida Yo he puesto allí la corona de flores prometida, y de cuando en cuando, voy allá, a verme muerto y enterrado. Algún curioso me sigue de lejos; y luego, a la vuelta, se me acerca, sonríe, y considerando mi condición actual, me pregunta: —Pero, ¡hombre!, ¿se puede saber, en resumidas cuentas, quién es usted? Yo me encojo de hombros, entorno los ojos, y contesto: —¡Hombre! ¿Quién quiere usted que sea?... ¡Pues el difunto Matías Pascal! capitulo 19 - Advertencia sobre los escrúpulos de la fantasía El señor Alberto Heintz, de Buffalo, Estados Unidos, dividido entre el amor de su mujer y el de una señorita de veinte años, resuelve convocar a ambas a una reunión con vistas a tomar una decisión conjunta. Las dos mujeres y el señor Heintz acuden puntualmente al lugar de la cita, y, tras prolongada discusión, llegan a un acuerdo. Los tres van a poner fin a sus vidas. La señora Heintz vuelve a su casa, se pega un pistoletazo y muere. Por tanto, el señor Heintz y su amorosa señorita veinteañero, en vista de que con la muerte de la señora Heintz todo obstáculo a su unión queda suprimido, convienen en que no existe ya razón alguna para buscar la muerte y deciden seguir viviendo y contraer matrimonio. Pero la autoridad judicial piensa de otro modo y procede a su detención. Un prosaico desenlace. (Ver periódicos de Nueva York del 25 de enero de 1921, edición de la mañana.) Supongamos que a un pobre autor de comedias se le ocurre la desgraciada idea de llevar a escena semejante argumento. A buen seguro que su fantasía sentirá escrúpulos, sobre todo a la hora de paliar con remedios «heroicos» la falta de sentido del suicidio de la señora Heintz, tratando de prestarle de algún modo verosimilitud. Pero podemos estar igualmente seguros de que, pese a todos los remedios heroicos elaborados por el comediógrafo, noventa y nueve críticos teatrales de cada cien reputarán absurdo ese suicidio e inverosímil la comedia. Y es que la vida, que muestra con desfachatez todos los absurdos, pequeños y grandes, de que felizmente está llena, tiene el inestimable privilegio de poder prescindir de esa estúpida verosimilitud que el arte se cree obligada a respetar. Los absurdos de la vida no necesitan parecer verosímiles porque son verdaderos; al revés que los del arte, que para parecer verdaderos, necesitan ser verosímiles. Con lo que, siendo verosímiles, dejan de ser absurdos. Un acontecimiento de la vida puede ser absurdo; una obra de arte, si es tal, no. De lo que se deduce que es una idiotez tachar de absurda e inverosímil, en nombre de la vida, una obra de arte. En nombre del arte, sí; en nombre de la vida, no. En la historia natural existe un reino que, por abarcar a todos los animales, es objeto de estudio de la zoología. Entre los muchos animales que pueblan este reino se cuenta el hombre. Y el zoólogo, claro está, puede hablar del hombre y decir, por ejemplo, que no es un cuadrúpedo sino un bípedo, y que no tiene cola, como el mono, o como el burro, o el pavo real. . El hombre de que habla el zoólogo no puede jamás tener la desgracia de perder, digamos, una pierna y ponérsela de palo; o de —Perder un ojo y ponerse uno de cristal. El hombre del zoólogo tiene siempre dos piernas, ninguna de ellas de palo; siempre dos ojos, y ninguno de ellos de cristal. Y contradecir al zoólogo es inútil. Porque el zoólogo, si le presentamos un individuo con una pierna de palo o un ojo de cristal, nos contesta que no lo conoce, porque dicho individuo no es el hombre, sino un hombre. Pero es igualmente cierto que nosotros, a nuestra vez, podemos replicar al zoólogo diciéndole que el hombre que él conoce no existe, y que en cambio existen los hombres, ninguno de los cuales es idéntico a su vecino y que pueden incluso tener, por desgracia, una pierna de palo o un ojo de cristal. Dicho esto, se pregunta si quieren ser considerados como zoólogos o como críticos literarios todos esos señores que, a la hora de juzgar una novela, un cuento o una comedia, rechazan tal o cual personaje tal o cual representación de hechos o de sentimientos en nombre, no ya del arte, lo cual sería justo, sino de una humanidad que parecen conocer a la perfección, como si realmente pudiese existir en abstracto, esto es, fuera de esa infinita variedad de hombres capaces de cometer todos los absurdos que antes decíamos y que no necesitan parecer verosímiles, porque son verdaderos. Pero, por la experiencia que por mi parte he tenido ocasión de hacer de semejante crítica, lo bonito es que mientras que el zoólogo reconoce que el hombre se distingue de los demás animales, entre otras cosas, por el hecho de que el hombre razona y los animales no, los señores críticos presentan precisamente el razonamiento (es decir, lo que es más propio del hombre) no ya como un exceso (como podría esperarse) sino, por el contrario, como un defecto de humanidad en muchos de sus no alegres personajes. Al parecer, para ellos humanidad es algo que atañe más bien al sentimiento que a la razón. Pero, aun en el caso de querer hablar tan en abstracto como dichos críticos lo hacen, ¿no es acaso cierto que el, hombre no razona nunca (o «desrazona», que para el caso viene a ser lo mismo) tan apasionadamente como lo hace cuando sufre, y precisamente porque quiere conocer la raíz de su sufrimiento, y a los causantes del mismo, y si es justo o no que se lo hayan producido; mientras que cuando disfruta toma el disfrute como viene y no se anda con razonamientos, como si la felicidad fuera un derecho? Es propio de los animales el sufrir sin razonar. Los que sufren y razonan (precisamente porque sufren) no son humanos para esos señores críticos, pues, al parecer, el que sufre no debe pasar de ser animal, y sólo siendo animal es para ellos humano. Pero hace poco he dado con un crítico a quien estoy muy agradecido. A propósito de mi inhumana y parece que incurable «cerebralidad» y de la absurda inverosimilitud de mis argumentos y personajes, se ha dirigido a los otros críticos preguntándoles que de dónde sacaban el criterio para juzgar como lo hacían el mundo de mi arte. «¿Tal vez de la que solemos llamar vida corriente?», preguntaba. «¿Pero acaso es ésta otra cosa que un sistema de referencias que nosotros seleccionamos de entre el caos de los eventos de cada día y que arbitrariamente calificamos de corriente?» Y concluía que «no se puede juzgar al mundo de un artista más que aplicando criterios procedentes de ese mismo mundo». Debo añadir, para acreditar a este crítico ante los otros, que a pesar de ello —o mejor dicho, precisamente por ello—, también él acaba juzgando desfavorablemente mi obra, pues, considera que no sé dar un valor y un sentido universalmente humanos a mis argumentos y personajes, dejando así perplejos a quienes van a juzgar sobre ellos, pues, no saben si mi intención es o no la de limitar— me a reproducir determinados acontecimientos curiosos o situaciones psicológicas muy concretas. ¿Pero y si el valor y el sentido universalmente humanos de algunos de mis argumentos y personajes, en el contraste —como él dice— entre realidad e ilusión, entre rostro individual e imagen social de él, consistiese ante todo en el sentido y en el valor a conceder a ese primer contraste, que, por una burla constante de la vida, se nos muestra siempre como inconsistente en cuanto que (y necesariamente, por desgracia) toda realidad de hoy está destinada a mostrársenos mañana como ilusión, pero ilusión necesaria? ¿Y si fuera de ella, desafortunadamente, no existiese para nosotros ninguna otra realidad? ¿Y si consistiese justamente en esto, en que un hombre o una mujer, puestos por los otros o por sí mismos en una situación penosa, socialmente anormal y absurda por completo, la arrastran, la soportan y la representan ante los demás en tanto no la ven ya por ceguera, ya por una increíble buena fe? ¿Y por qué en cuanto la ven tan claramente como si se les hubiera puesto un espejo ante los ojos, dejan de soportarla, les produce horror y la rechazan o, si no pueden rechazarla, se sienten morir? ¿Y si consistiese justamente en esto, en que una situación socialmente anormal se acepta, aun vista a través de un espejo (situado esta vez ante nuestros ojos por obra de nuestra propia ilusión), y entonces se la representa, soportando el martirio que ella entraña, hasta tanto la representación no rebase el marco de la máscara sofocante que nosotros mismos nos hemos colocado o que nos viene impuesta por otros o por una cruel necesidad; es decir, hasta tanto un sentimiento nuestro demasiado vivo, latente bajo esa máscara, no resulte herido tan profundamente que estalle al fin la rebelión y la careta se destroce y se patee? «Entonces —dice el crítico— un chorro de humanidad envuelve de golpe a los personajes: las marionetas, súbitamente, se tornan criaturas de carne v hueso v de sus labios brotan palabras que incendian el alma y destrozan el corazón». ¡Y cómo no! Han destapado sus desnudos rostros individuales, deshaciéndose de la máscara que les hacía ser marionetas de sí mismos o manejadas por otros; de esa máscara que antes les hacía aparecer como personajes duros, leñosos, angulosos, sin matices ni delicadeza, que, sin saber cómo, se viesen arrojados (como todo aquello que se combina y edifica no libremente sino por necesidad) a una situación anormal, inverosímil, paradójica; de tal naturaleza, en suma, que al cabo no han podido ya soportarla más y le han puesto fin. El caos, cuando lo hay, es, pues, voluntario; el maquinismo, cuando existe, es, pues, deliberado. Pero no soy yo quien lo impone, sino el relato mismo, los personajes mismos. Y enseguida salta a la vista: en realidad, a menudo ha sido compuesto a propósito y colocado al alcance de los ojos al tiempo que se construía y combinaba. Es la máscara para una representación; el juego de las partes; lo que desearíamos o deberíamos ser; lo que parece a los demás que somos, mientras que lo somos no lo sabemos, hasta cierto punto, ni nosotros mismos; la burda y dudosa metáfora de nuestro ser; la imagen, a menudo complejísima que nos atribuimos o nos atribuyen: un maquinismo, pues, entero y vero, en el que, repito, cada cual es títere de sí mismo. Y luego, al final, el puntapié que lo echa todo a rodar. Creo que no puedo sino estar satisfecho de mi fantasía si, con todos sus escrúpulos, ha conseguido mostrar como defectos reales los que sólo ella ha elaborado, defectos de esa imagen ficticia que los propios personajes han construido acerca de sí mismos y de sus vidas o que otros les han atribuido: los defectos, pues, de la mascara hasta tanto no se presente desnuda. Pero mayor consuelo ha sido el que la vida, o, mejor dicho, la crónica cotidiana, me ha deparado cerca de veinte años después de la primera publicación de Il fu Mattia Pascal, que hoy vuelve a editarse. Tampoco a dicha obra, cuando salió a la luz, le faltaron, a pesar del consenso casi unánime, quienes la tachasen de inverosímil. Pues bien: la vida se ha dignado darme la prueba de la verdad de este argumento en una medida realmente extraordinaria, precisando incluso algunos detalles característicos que eran producto espontáneo de mi fantasía. He aquí lo que apareció en el «Corriere della Sera» de 27 de marzo de 1920. capitulo 20 - Visita de un vivo a su propia tumba Se ha descubierto en estos días un curioso caso de bigamia, debido a la pretendida, pero inexistente, muerte de un marido. He aquí un resumen de los precedentes del hecho. En la comarca de Calvairate, el 26 de diciembre de 1916, unos campesinos pescaron en las aguas del canal de las «Cinque Chiuse» el cadáver de un hombre vestido con chaqueta y pantalones de color marrón. El hallazgo se puso en conocimiento de los carabineros, que dieron comienzo a la investigación. Poco después fue identificado el cadáver por una tal María Tedeschi, mujer de unos cuarenta años y aún de buen ver, y por unos tales Luigi Longono y Luigi Majoli, como el de Ambrogio Casati di Luigi, electricista, nacido en 1869 y marido de la señora Tedeschi. Y realmente el ahogado se parecía mucho al señor Casati. Dicho testimonio, por lo que ahora ha salido a relucir, debió ser bastante interesado, sobre todo por parte del señor Majoli y de la señora Tedeschi. ¡El verdadero Casati vivía! Eso sí, desde el 21 de febrero del año anterior, estaba en la cárcel por un delito contra la propiedad y desde hacía tiempo vivía separado de su mujer, aunque no legalmente. Después de siete meses de lutos, la Tedeschi contraía nuevo matrimonio con el señor Majoli y ello sin chocar contra ningún impedimento burocrático. Casati terminó de expiar su pena el 8 de marzo de 1917 y hasta esos días no se enteró de su... muerte ni de que su mujer se había vuelto a casar y había desaparecido. Todo esto no lo supo el interesado hasta el día en que, habiéndose dirigido para solicitar un documento a la oficina del Registro Civil de la «Piazza Missori», el empleado le formuló desde la ventanilla la siguiente respuesta inexorable: —¡Pero si usted está muerto! Su domicilio legal está en el cementerio de Musocco, campo común 44, fosa núm. 550... Todo intento de que lo declarasen vivo resultó vano. Casati se propone hacer valer su derecho a la... resurrección, pues, una vez rectificado, por lo que a él se refiere, el estado civil, la presunta viuda vuelta a casar vería anulado su segundo matrimonio. El hecho es que esta extrañísima aventura no le aflige lo más mínimo al señor Casati; parece, por el contrario, que lo ha puesto de buen humor, y, deseoso de nuevas emociones, decide hacer una escapadita a su... propia tumba y, en acto de homenaje a su memoria, depositar en ella un fragante ramo de flores y encender una candelaria. ¡El presunto suicidio en un canal; el hallazgo del cadáver y su identificación por parte de su mujer y del que más tarde habría de ser el segundo marido de ella; el retorno del falso muerto e incluso el homenaje a su tumba! Datos de hecho todos ellos, pero naturalmente sin aquello que le confiere al hecho valor y sentido universalmente humanos. Me resisto a creer que el señor Ambrogio Casati, electricista, haya leído mi novela y llevado flores a su tumba por imitación del que fue Mattia Pascal. Pero la cuestión es que la vida, con su beatífico desprecio por toda verosimilitud, pudo dar con un cura y un alcalde que uniesen en matrimonio al señor Majoli y a la señora Tedeschi sin preocuparse por conocer un antecedente del que además era facilísimo informarse, como es el de que el marido de ella, señor Casati, se encontraba en la cárcel y no bajo tierra. Indudablemente la fantasía habría tenido escrúpulos de pasar por encima de una cuestión de hecho de tal calibre; y ahora, recordando la falta de verosimilitud que entonces se le achacó, se complace en dar a conocer las inverosimilitudes reales de que es capaz la vida, incluso a través de esas novelas que, sin saberlo, la vida misma copia del arte. |
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