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XI: Di sera, guardando il fiume |
capitulo 11 - de noche, mirando al rio A medida que iba subiendo de punto la familiaridad, por efecto de la consideración y benevolencia que me atestiguaba el amo de la casa, iba aumentando también para mí la dificultad en el trato, la secreta desazón que ya antes había experimentado, y que ahora solía adquirir la agudeza de un remordimiento, al verme allí, metido de hoz y de coz en aquella familia, como un intruso, con nombre postizo y la cara desfigurada, con una existencia ficticia y poco menos que inconsciente. Y formaba el propósito de mantenerme al paño, en cuanto me fuere posible, recordándome continuamente a mí mismo que no debía acercarme demasiado a la vida ajena, sino, por el contrario, rehuir toda intimidad y contentarme con vivir al margen. “¡Libre!”, decía yo todavía; pero ya comenzaba a penetrar el sentido y a medir los linderos de esta libertad mía. Porque esa libertad mía significaba, por ejemplo, el estarme allí por las noches mirando al río, que corría negro y callado por entre los muelles nuevos y los puentes, que en él reflejaban las luces de sus faroles, temblonas como sierpecillas de fuego; seguir con la fantasía el curso de aquellas aguas desde la remota fuente apenina, al través de tantos campos, y ahora al través de la ciudad, para volver luego a cruzar nuevos campos, hasta llegar a su desembocadura, y fingirme después con el pensamiento el mar tenebroso y palpitante en el que aquellas aguas, tras tanto correr irían a perderse, y, finalmente, abrir la boca ¿e fastidio. «Libertad... Libertad», murmuraba yo. Pero ¿no sería lo mismo también en otro sitio? Algunas noches veía en la azoteílla de al lado a la madrecita de casa, a la niña vestida de largo, regando las macetas. “¡Esa es la vida!”, pensaba yo, y seguía con la mirada a la simpática nena en aquella su hermosa tarea., esperando a cada instante que alzase los ojos hacia mi ventana. Pero en vano. Sabía que estaba yo allí; mas cuando estaba sola fingía no advertirlo. ¿Por qué? ¿Sería sólo efecto de su timidez tal cortedad, o que no se le había pasado aún el enojo y me guardaba rencor en secreto por la poca consideración con que yo, cruelmente, me obstinaba en tratarla? Ahora la muchachita, dejando la regadera, habíase asomado al retilillo de la azotea y contemplaba también el río, quizá por darme a entender que no le daba frío ni calor mi presencia, y que tenía otras cosas mucho más serias en qué pensar en aquella actitud, y aun ansias de estar sola. Yo sonreía para mis adentros al pensar en estas cosas; pero luego, al ver que se iba de la azotea, reflexionaba que quizá pudiera equivocarme en mi juicio, a causa del despecho que sentimos al ver que no reparan en nosotros. «Y, después de todo —preguntábame—, ¿a santo de qué habría ella de reparar en mí ni de dirigirme la palabra sin necesidad? Yo personifico aquí la desgracia de su vida, la locura de su padre, y quizá represente para ella una humillación. Acaso eche de menos aquel tiempo en que su padre era empleado en activo y no necesitaba alquilar parte de sus habitaciones ni meter extraños en casa. ¡Y un extraño de mi catadura! ¡Quién sabe si le infundiré miedo con este ojo y estas gafas! ...” El rumor de algún coche al pasar el cercano puente de madera sacábame de esas reflexiones; daba un bufido y me apartaba de la ventana; pasaba revista con los ojos a la cama v los libros, y concluía por encogerme de hombros, ponerme el sombrero y echarme a la calle, con a esperanza de ahuyentar así aquel enojoso tedio. Ibame, según me daba, o a las calles de más tráfago o a parajes solitarios. Recuerdo cierta noche, en la plaza de San Pedro, la impresión de sueño, de un sueño casi remoto, que me hizo aquel mundo secular allí recogido, entre los brazos del majestuoso pórtico, en el silencio, que parecía subir de punto con el continuo fragor de las dos fuentes. Acerquéme a una de ellas, y entonces parecióme que aquel agua era la única cosa viva que había allí, antojándoseme todo lo demás como espectral y profundamente melancólico en la solemnidad silenciosa y quieta. Al volver por la calle de Borgo Nuovo hube de toparme con un borracho, el cual, al pasar junto a mí y verme que iba tan pensativo, inclinóse; luego levantó la cabeza, mirándome a la cara de hito en hito, y, por último, díjome, zarandeándome ligeramente el brazo: —¡Alégrese, hombre! Yo me paré en seco, sorprendido, y quedéme mirándole de pies a cabeza. —¡Alégrese! —repitió el borracho acompañando la exhortación con un gesto de la mano, que significaba: «¿Qué haces? ¿En qué piensas? ¡No te preocupes por nada!» Y alejóse dando tumbos, cogiéndose con una mano a las paredes. A semejante hora, en aquella calle desierta, tan cerca del gran templo, y revolviendo en la mente los pensamientos que me sugiriera la aparición del borracho y su extraño consejo, cariñoso y de filosófica piedad, dejáronme desconcertado, y quedéme no sé cuánto rato siguiendo con la vista a aquel hombre, hasta que, por último, todo aquel asombro mío hubo de resolverse en una gran carcajada. “¡Alegrarse!” Sí, eso está muy bien, amigo mío. Sólo que yo no puedo irme a la taberna, como tú, a buscar esa alegría que me aconsejas en el fondo de un vaso. ¡No sabría encontrarla, de fijo! ¡Ni allí, ni en parte alguna! Yo voy al café, amigo mío, entre gente de pro, que fuma y charla de política. Alegres todos podríamos serlo, y hasta felices, según un ahogadete imperialista que frecuenta mi café; sólo con una condición: la de que habría de gobernarnos un buen rey absoluto. Tú, pobre borrachín filósofo, no entiendes de estas cosas; ni siquiera te pasan por la imaginación. Pero la verdadera causa de todos nuestros males, de esa calamidad nuestra, ¿sabes tú cuál es? Pues la democracia, amigo mío, la democracia; esto es, el gobierno de la mayoría. Porque cuando el poder está en manos de un solo individuo, éste sabe que es uno solo y que tiene que contentar a muchos; mientras que cuando los muchos gobiernan, sólo piensan en contentarse a sí mismos, y entonces tienes la tiranía más pesada y odiosa: la tiranía disfrazada de libertad. ¡Naturalmente! O, si no, ¿por qué crees que yo estoy triste? Pues precisamente por esa tiranía disfrazada de libertad... Pero ¡ volvámonos a casa!” Mas estaba de Dios que aquélla había de ser la noche de los encuentros. Al pasar poco después por Tordinona, que estaba casi a oscuras, hube de oír un recio grito, entre otros sofocados, en una de las callejuelas que van a desembocar a esta calle. Y de pronto atravesóseme en el camino un grupo de hombres que reñían. Eran cuatro miserables, pertrechados de gruesos garrotes, que la habían emprendido con una mujerzuela del arroyo. Menciono esta aventura, no por hacer alarde de un acto de valor, sino por confesarles el miedo que hube de pasar con las consecuencias que pudo traerme el lance. Eran cuatro aquellos tíos, pero yo también llevaba mi buen bastón de hierro. Cierto que dos de ellos sacaron contra mí navajas; pero defendíme lo mejor que pude, haciendo el molinete y dando saltos a tiempo de acá para allá, a fin de que no me cogieran en medio, hasta que logré por fin asestarle al de más cuidado un porrazo tremendo en la cabeza con el puño de hierro del bastón. Tambaleóse el desalmado y luego echó a correr; y sus tres acompañantes, temiendo acaso que acudiese alguien más a los alaridos de la mujer pusieron también pies en polvoroso. Yo resulté, no sé cómo, con una herida en la frente. Rogué a la mujer, que no paraba de gritar pidiendo auxilio, hiciese el favor de callarse; pero ella, al verme con la cara chorreando sangre, no pudo contenerse, y llorando, toda temblona, hizo por socorrerme, vendándome con el pañuelo de seda que llevaba al pecho y que en la reyerta habíasele hecho jirones. —No, no, gracias —díjele, apartándome con repugnancia—. Basta... No ha sido nada. ¡Quítate de en medio en seguida, que no te vean! Y encaminéme a la fuente que hay bajo la rampa del puente cercano, para lavarme la frente. Pero estando en esa operación, llegaron dos guardas desalados, empeñados en saber lo que había ocurrido. En seguida la mujer, que era de Nápoles, púsose a contarles lo que me había pasado, deshaciéndose en las palabras más afectuosas y admirativas de su repertorio dialectal a mi respecto. Costóme la mar de trabajo verme libre de aquellos dos guardias, tan celosos de su profesión, que se habían empeñado en que les acompañase a la Comisaría para presentar una denuncia. Pero ¡no faltaba más que eso: que tuviera yo que habérmelas con la Comisaría y salir al día siguiente en la sección de sucesos convertido en un cuasi héroe, en lugar de estarme calladito en la sombra, sin que nadie supiese de mí! ¡Yo ya no podía ser héroe de verdad sino a condición de morir en la refriega! ... ¡Y ya estaba muerto! —¿Es usted viudo, por casualidad, señor Meis, y usted dispense la pregunta? Esta preguntita disparóme a boca de jarro una noche la señorita de Caporale, estando en la azoteílla en compañía de Adriana y mía, pues habíanme invitado a hacerles tertulia al aire libre. Al pronto quedéme de una pieza; pero luego respondí: —No. ¿Por qué? —Pues porque siempre está usted andándose con el pulgar en el dedo del corazón, como si quisiera darle vueltas a un anillo. ¿Verdad, Adriana? ¡Hay que ver en lo que se fijan las mujeres o, mejor dicho, ciertas mujeres, porque Adriana declaró que ella no había reparado en tal detalle! —Eso será que no te has fijado —exclamó la señorita de Caporale. Tuve que reconocer que, aunque tampoco yo había reparado nunca en ello, podría ser que tuviese aquella costumbre. —Efectivamente —vime obligado a añadir—: llevé puesto mucho tiempo un ajustador que luego tuve que mandar a un platero para que me lo cortara, porque me apretaba mucho el dedo y me hacía daño. —¡Pobre anillito! —suspiró, retorciendo los brazos, la cuarentona, que aquella noche estaba en vena de hacer monadas infantiles—. ¿Tan ajustado le venía? Y, con todo eso, ¿no se decidía usted a sacárselo? Quizá fuera recuerdo de un... —¡Silvia! —atajóla Adrianita en tono de reproche. —Pero ¿qué hay de malo en lo que digo? —continuó la solterona—. Quería decir de un primer amor. Vamos a ver, señor Meis: díganos algo de su vida. ¿Es posible que esté siempre tan callado? —Pues para que vean ustedes que soy franco. Me choca la consecuencia que ha sacado Silvia de la costumbre que tengo de andarme en el dedo del corazón. Me parece una consecuencia completamente arbitraria, señorita. Porque los viudos, que yo sepa, no acostumbran a quitarse el anillo de alianza. Resulta pesada alguna vez la mujer, no el anillo, en faltando aquélla. Antes bien, así como a los veteranos les gusta ufanarse de sus medallas y veneras, así el viudo se complace en lucir su alianza. —¡Ah! ¿Sí? —exclamó la señorita de Caporale—. ¡Con qué habilidad desvía usted la conversación! —¡Cómo! ¡Si lo que hago es ahondar más en ella! —¿Quién habla de ahondar? Yo no ahondo nunca en las cosas. Me pareció eso que le he dicho, y nada más. —¿Le pareció a usted que yo tenía cara de viudo? —Sí, señor. ¿No te lo parece a ti también, Adriana? Adriana probó a posar en mí la mirada, alzando los ojos, que volvió a bajar enseguida, no acertando, con lo tímida que era, a sostener la ajena mirada. Sonrió levemente, con aquella su sonrisa dulce y triste, y dijo: —¡Qué sé yo de la cara que tengan los viudos! ¡Hay que ver si eres curiosa! En aquel instante debió de cruzarle por la mente un pensamiento, alguna imagen, pues dio muestras de turbación y se puso a mirar al río. La otra entendió lo que quería decir aquello, sin duda, pues lanzó un suspiro y se volvió también a mirar al río. Una cuarta persona, invisible, había venido seguramente a interponerse entre nosotros. Yo también hube de comprender enseguida el gesto de Adriana, al reparar en que llevaba alivio de luto, y al punto deduje que Terencio Papiano, aquel cuñado suyo, que a la sazón se hallaba en Nápoles, no debía de tener cara de viudo desconsolado, y que, por consecuencia, era yo quien la tenía, al decir de la señorita de Caporale. Confieso que me holgué no poco de que la conversación terminase de aquella manera. Pues la pena que le había entrado a Adriana al recuerdo de la hermana difunta y de Papiano, el viudo, era para la pianista el justo castigo de su indiscreción. Sólo que, si hemos de ser justos, esa que a mí parecíame indiscreción, ¿no era en el fondo una curiosidad natural y disculpabilísima, en cuanto que por fuerza había de ocasionarse con aquella suerte de extraño silencio que había difundido en torno a mi persona? Y puesto que la soledad se me había hecho ya insufrible, y yo no sabía resistir a la tentación de acercarme al prójimo, que estaba en su derecho al querer saber con quién tenía que habérselas, era menester que yo respondiese a sus preguntas, satisfaciendo su lógica curiosidad del mejor modo posible, esto es, mintiendo e inventando. ¡No había término medio! La culpa no era de nadie, sino mía; y ahora iba a agravaría, es verdad, con la mentira; pero si no me avenía a ello, si me dolía mentir, lo que debía hacer era quitarme de en medio, irme de aquella casa y reanudar mi vida solitaria y errante. Noté que Adriana misma, la cual nunca me hacía pregunta alguna que no fuere discretísima, era toda oídos en tanto yo contestaba a las preguntas de la pianista, que, a decir verdad, solía rebasar los límites de la curiosidad natural y excusable. Una noche, por ejemplo, estando en la azoteílla, donde acostumbrábamos a reunirnos a la sazón, cuando yo volvía a casa, después de cenar, preguntóme riendo y apartando a Adriana, que le gritaba en el colmo de la agitación: “¡No, Silvia! ¡Te lo prohíbo! ¡No le digas nada!”: —Usted dispense, señor Meis. Pero Adriana tiene curiosidad por saber por qué no se deja usted el bigote... —¡Diga usted que no es verdad! —gritó Adriana—. ¡No la crea usted, señor Meis! Ha sido ella la que... Yo... Y la simpática madrecita echóse a llorar de pronto. La pianista trató de consolarla, diciéndole: —¡Pero, por Dios, Adrianita, no te pongas así! ... ¡Que no es nada malo! ... Adriana apartóla de un codazo. —¡Sí que es malo, porque echas una mentira y me la cargas a mí! ... ¡Y por eso me pongo como me pongo! Mire usted, señor Meis: le voy a contar la verdad... Estábamos hablando de los cómicos, que van todos... así, y entonces Silvia fue y me dijo: “¡Como el señor Meis! ¿Por qué no se dejará bigote?» Y entonces fui yo y repetí como un eco: ¿Por qué no se lo dejará?» —Eso es —asintió la pianista—. Pero quien dice por qué, es que quiere saberlo. —Pero ¡si fuiste tú la primera que lo dijo! —protestó Adriana, en el colmo de la agitación. —¿Me permiten ustedes que conteste a esa pregunta? —pregunté yo, a fin de poner paz entre ellas. —No. Usted dispense, señor Meis; pero yo me voy. ¡Buenas noches! —exclamó Adriana, y se levantó para irse. La pianista la cogió de un brazo. —¡Pero, mujer; no seas tonta! ¡Si lo dije por broma! ... Don Adriano es tan bueno, que se hace cargo. ¿No es verdad, don Adriano? ¡Vamos, hombre! Dígale usted por qué no se deja el bigote. Aquella vez echóse Adriana a reír, aunque con los ojos cuajados todavía de lágrimas. —Eso es un misterio —respondí yo entonces alterando cómicamente la voz—. ¡Es que... ando metido en una conspiración! —¡No lo creemos! —exclamó la pianista en el mismo tono; pero luego añadió—: Aunque, oiga usted, lo parece; ¡no cabe duda! Y si no, dígame: ¿qué fue a hacer esta tarde, por ejemplo, después de comer, a Correos? —¿Yo, en Correos? —sí, señor; en Correos. No lo niegue usted, que lo vi yo con estos ojos que se ha de comer la tierra. A eso de las cuatro. Pasaba yo por la plaza de San Silvestre... —Pues se habrá usted equivocado, señorita. Le aseguro que no era yo. —¡Ya, ya! —exclamó la pianista, incrédula—. Correspondencia secreta... Porque aquí, en casa, ¿ verdad, Adrianita?, nunca hay carta para este caballero... Lo sé por la criada. Adriana revolvióse molesta en la silla. —No le haga caso —me dijo, dirigiéndome una rápida mirada condolida y casi acariciante. —¡Ni en casa ni en la lista de Correos! —respondí yo—. Tiene usted razón, señorita. Nadie se acuerda de escribirme, por la sencilla razón de que no tengo ningún amigo. —¿Ni uno siquiera? Pero ¿es posible? ¿Ni uno? —Ni uno. Yo no tengo más que a mi sombra en esta vida. Hasta ahora no he hecho más que pasearla conmigo de acá para allá, y nunca me detuve en ningún sitio el tiempo necesario para hacerme de algún amigo. —¡Dichoso usted —exclamó la solterona, suspirando—, que ha podido viajar tanto! Bueno; pues oiga usted: si no quiere hablarnos de otra cosa, ¿por qué no nos cuenta algo de sus viajes? Poco a poco, vencidos los escollos de las primeras preguntas desconcertantes, y dando de lado a otros con los remos de la mentira que me servían de palanca y de puntal, agarrándome como con ambas manos a los que más de cerca me amagaban, a fin de orillarlos con mucho tino y prudencia, logró por fin la barquilla de mi ficción salir a alta mar e izar la vela de la fantasía. Después de año y pico de forzado silencio, sentía yo un gran gusto en hablar por los codos todas las noches, en la azoteílla, de lo que viera en mis viajes, de las observaciones que hiciera y de los lances que me sucedieran andando por esos mundos. Maravillábame yo mismo de haber recogido en mis viajes tantas impresiones que con el silencio estaban como enterradas en mi interior, y que ahora, al dar rienda suelta a la lengua, resucitaban y fluían con admirable vivacidad de mis labios. Esta íntima maravilla prestaba extraordinario colorido a mis relatos, y del deleite que las dos mujeres atestiguaban sentir al escucharme, iba naciendo en mí el pesar por no haber gozado antes de aquel bien, pesar que hacía subir de punto más todavía el aliciente de mi narración. Al cabo de unas noches no más, ya habían cambiado radicalmente la actitud y el tono de la pianista para conmigo. Sus mustios ojos llenáronsele de una languidez tan intensa, que hacían pensar más que nunca en la imagen del contrapeso interno de plomo, resaltando más grotesco que nunca el contraste entre ellos y la carota de máscara carnavalesca. ¡No cabía duda: la señorita de Caporale habíase enamorado de mí! La ridícula sorpresa que hubo de causarme aquel descubrimiento fue causa de que advirtiera que todas aquellas disertaciones mías de por las noches no habían ido enderezadas, ni remotamente, a ella, sino a la otra, que siempre me escuchaba silenciosa. Saltaba a la vista, sin embargo, que aquella otra habíalo comprendido así, pues a poco hubo de establecerse entre nosotros como un tácito acuerdo de holgarnos a hurtadillas del cómico e imprevisto efecto que mis razonamientos habían surtido en las sensibilísimas fibras sentimentales de la cuarentona pianista. Mas no se crea que con este descubrimiento dejaron de ser absolutamente puros los pensamientos que Adriana me inspiraba. Aquella su candoroso bondad, impregnada de tristeza, no podía inspirar pensamientos de otra índole; pero, a pesar de eso, llenábame de alegría aquella primera confidencia que ella me otorgaba, tenue y silenciosa confidencia, tan extremada cuanto su delicada timidez lo consentía. Reducíase a una fugaz mirada, comparable a un destello de suavísima gracia; a una sonrisa de conmiseración por la ridícula presunción de aquella pobre solterona; a alguna benévola llamada al orden, que me hacía con los ojos, y a un leve ademán de cabeza cuando yo me extralimitaba un poco, para nuestro secreto solaz, al darles jarilla a las esperanzas de aquélla, que ya tocaba en el ápice de la dicha, ya se despeñaba en el abismo del desconsuelo por alguna salida mía, inesperada y violenta. —¡Qué mal debe usted andar del lado izquierdo —díjome cierta vez la pianista—, si es verdad eso que usted dice, y yo no creo, de haber atravesado hasta ahora incólume por la vida! —¿Incólume? —Sí; quiero decir sin haber caído nunca en las redes de una pasión. —¡Ah! ¡Eso, nunca, señorita; nunca! —Bueno; pero usted no ha llegado a decirnos todavía la procedencia de aquel anillito que le mandó cortar a un platero porque le venía demasiado justo. —Y me hacía daño... ¿No se lo expliqué ya?... Sí, señorita. ¡Era un recuerdo de mi abuelo! —¡A otra con ésa! —Como usted quiera: pero haga cuenta que puedo decirle a usted hasta cuándo me lo regaló. Fue un día, en Florencia, al salir de la Galería degli Uffizzi, por haber confundido yo, que entonces tendría unos doce años, un cuadro del Perugino con otro de Rafael. En premio de aquella coladura, regalóme mi abuelito del anillo. Porque ha de saber que mi abuelo creía firmemente que aquel cuadro del Perugino era obra de Rafael. ¡Ya tiene usted explicado el misterio! Y ahora comprenderá usted que entre la manecita de un chico de doce años y esta manaza de que en la actualidad disfruto, hay alguna diferencia. ¿Ve usted? Ahora todo yo soy así como esta manaza mía, que no se aviene a llevar anillitos graciosos. Corazón, lado izquierdo, como usted dice, puede que lo tenga; pero yo soy justo conmigo mismo, señorita, y cada vez que me miro al espejo con este lucido par de gafas, a las que, después de todo debo estarles agradecido, siento que se me caen los palos del sombrajo, y me digo: ¿Cómo puedes hacerte la ilusión, querido Adriano, de que vaya a enamorarse de ti ninguna mujer? —¡Vaya una ocurrencia! —exclamó la pianista—. Usted cree ser justo consigo mismo al hablar así y, en cambio, resulta usted el colmo de la injusticia para con nosotras. Porque, para que usted lo sepa, señor Meis, la mujer es más generosa que el hombre y no se limita, como éste, a fijarse en el físico. —Pues entonces debemos reputar a la mujer por más valiente que el hombre. Porque yo, francamente, reconozco que, aparte la generosidad, se necesitaría también un poquito de valor para querer a un hombre de mi estampa. —¡Quite usted allá! Usted, por lo visto, goza en sentar plaza de feo, según lo que dice y hace, que no parece sino que quiere pasar por más feo de cuanto lo sea. —En eso tiene usted razón; pero ¿sabe usted por qué hago eso? Pues para que nadie tenga que tenerme lástima. Si hiciese por disimular en algún modo mi fealdad, no faltaría quien dijese: «Miren a ese desgraciado que va tan orondo creyendo que, por haberse dejado el bigote, ya parece más guapo». Mientras que así nadie puede decir nada. ¿Que soy feo? Bueno; pero lo soy con colmo, a la luz del sol, sin andar con paños calientes. ¿Qué me dice usted a esto? La pianista lanzó un profundo suspiro. —Digo que hace usted mal —me respondió—. Si probase usted a dejarse un poco de barba, por ejemplo, ya vería cómo usted mismo notaba que no es ese monstruo de fealdad que pretende parecer. —Pero ¿y este ojo? —preguntéle. —Hombre, puesto que habla usted de él con tanto desparpajo —saltó la pianista—, le diré con toda franqueza lo que hace días tengo en la punta de la lengua: ¿Por qué no se somete usted, y usted dispense, a una operación que hoy día resulta facilísima? De querer usted, no tardaría en verse libre de ese ligero defecto. —¿Lo ve usted señorita? —concluí yo—. Será verdad eso de que la mujer es más generosa que el hombre; pero fíjese usted en que, con mucha suavidad, acaba usted de aconsejarme que haga por ponerme otra cara. ¿Por qué insistía yo tanto sobre aquel tema? ¿Acaso porque hubiera deseado que la pianista me declarase allí sin rodeos, en presencia de Adriana, que ella era capaz de quererme; es más, que ya me quería, tal y como era: todo afeitado y con aquel ojo extraviado? Nada de eso. Tanto porfiar y tanto hacerle a la solterona preguntitas premeditadas, obedecían a haber notado yo que Adriana experimentaba un placer acaso inconsciente al oír las contestaciones victoriosas que aquélla me daba. Llegué a comprender de esa suerte que, no obstante mi estrambótico aspecto, ella podía quererme. No se lo dije ni a mi sombra; pero, a partir de aquella noche, antojóseme más blando el lecho que yo ocupaba en aquella casa, más simpáticos cuantos objetos me rodeaban, más ligero el aire que aspiraban mis pulmones, más azul el cielo y más espléndido el sol. Empeñéme en creer que todo aquel cambio se debía a haber muerto Matías Pascal en el molino de La Cabaña y a haber yo recobrado, finalmente, el equilibrio después de andar extraviado algún tiempo en mi nueva e ilimitada libertad y alcanzado el ideal que me propusiera; a saber: hacer de mí otro hombre y vivir otra vida, de la que ahora ya sentíame henchido. Y el alma volvióseme jovial, como cuando era un jovenzuelo, y sacudió de sí el veneno de la experiencia. Hasta dejó de parecerme tan pesado el señor Paleari; la sombra, la niebla, el humazo de su filosofía habíanse desvanecido al sol de mi nuevo alborozo. ¡Pobre don Anselmo! De las dos cosas en que, según él, debíamos pensar los mortales, no se percataba él, que sólo pensaba en una, aunque, ¡qué diantre!, también él había rendido tributo a la vida allá en sus mocedades. Más digna de compasión era la señorita de Caporale, que ni siquiera empinando el codo lograba la alegría de aquel inolvidable borracho de la calle de Borgo Nuovo. Ella, la pobre, quería vivir, y consideraba poco generosos a los hombres, que sólo reparan en la hermosura física. ¿Pero tan hermosa de alma sentíase ella? ¡Quién sabe de cuáles y cuántos sacrificios hubiera sido capaz verdaderamente de haber dado con un hombre generoso! Quizá entonces no hubiera catado el vino. «Si nosotros mismos reconocemos —pensaba yo— que el errar es propio del hombre, ¿no resulta la justicia una crueldad?» Y formé el propósito de no volver a ser cruel con la pianista. Formé el propósito; pero, ¡ay de mí!, que fui cruel sin saberlo; y tanto más cruel cuanto menos quise serlo. La amabilidad con que la trataba añadió nuevo pábulo a su natural fuego. Y sucedía que, en tanto yo hablaba, la pobre de la solterona se ponía muy pálida, mientras que a Adriana le salían los colores. Yo apenas si me percataba de lo que decía; pero sí sentía que jamás alguna de mis palabras, ni su tono y expresión, llegaban a extremar tanto la turbación de aquella a quien, en realidad, iban dirigidas, como para romper la armonía secreta que ya, sin que pudiera yo explicar la causa, reinaba entre nosotros. Tienen las almas un modo particular de entenderse, de entrar en intimidad unas con otras y hasta de tutearse, mientras nuestros cuerpos se hallan todavía sujetos al comercio de vulgares palabras y a la esclavitud de las exigencias sociales. Tienen las almas sus necesidades especiales y sus aspiraciones propias, de las que se veda a sí mismo el cuerpo adquirir conciencia y sentido cuando ve la imposibilidad de satisfacerlos y traducirlos en acto. Y siempre que dos seres que se comuniquen de esta suerte entre sí, únicamente con las almas se encuentran solos en algún lugar, sienten una turbación angustiosa y casi una repugnancia violenta aun al más mínimo contacto material; un sufrimiento que los aleja y separa y que cesa de pronto, en cuanto aparece un tercero. Pasada ya entonces la congoja aquella, las dos almas sollispadas se buscan y sonríen desde lejos. ¡Cuántas veces no hice yo con Adriana la experiencia de lo que acabo de decir! Sólo que la cortedad que yo le inspiraba entonces era efecto de su natural pudoroso y tímido, y la mía creía yo se debiese al remordimiento que me dejaban las mentiras que me veía obligado a urdir frente al candor y la ingenuidad de aquella plácida y dócil criatura. Yo la veía ya con otros ojos. Pero ¿no sería que, efectivamente, habíase transformado de un mes a esta parte? ¿No se encendían ahora en una más viva luz interior sus fugaces miradas? ¿Y no delataban sus sonrisas no costarle ya tanto aquel esfuerzo por dárselas de madrecita juiciosa? Sí; quizá ella también obedeciera instintivamente a mi misma necesidad, al ansia de crearse la ilusión de una nueva vida, sin meterse a averiguar cuál ni cuál no. Un deseo vago, cual una aura del alma, habíale abierto a ella, lo mismo que a mí, una de las ventanas del futuro, por la cual llegaba hasta nosotros un rayo de luz de mareante tibieza, que nos bañaba benigna, mientras no nos decidíamos a acercarnos a aquella ventana ni para cerrarla de nuevo ni para ver qué panorama se divisaba desde ella. La pobre de la pianista experimentaba los efectos de aquella nuestra purísima embriaguez. —¿Sabe usted, señorita —hube yo de decirle cierta noche—, que estoy casi resuelto a seguir su consejo? —¿Cuál? —me preguntó. —Pues el de ir a que me opere un oculista. La solterona batió palmas muy contenta. —Muy bien —exclamó—. Vaya usted a ver al doctor Ambrosini. Es el mejor. A mi pobre mamá, que esté en gloria, le hizo la operación de las cataratas. ¿Ves, Adriana, cómo el espejo habló por fin? ¿Qué te decía yo? Adriana sonrióse, y yo también me sonreí. —No ha sido que me haya hablado el espejo, señorita —respondíle yo—, sino que la necesidad aprieta. De algún tiempo a esta parte ha dado en dolerme el ojo, y aunque en la vida me sirvió de nada, no querría, sin embargo, perderlo. Mentía como un bellaco. Tenía razón la pianista: el espejo me había hablado, y me había dicho que si con sólo una operación relativamente ligera lograba borrarme del rostro aquella desairada seña personal tan característica del difunto Matías, ya podría Adriano Meis hasta quitarse las gafas azules, dejarse el bigote y ponerse en consonancia del mejor modo posible, corporalmente, con el cambio experimentado por sus condiciones de espíritu. Pero de estas últimas debía, sin embargo, apearme de improviso, pocos días después, una escena nocturna, a la que asistí escondido detrás de las maderas de una de las ventanas de mi cuarto. Desarrollóse la escena en la azoteílla, donde hasta las diez habíame estado yo de palique con las dos mujeres. Al retirarme a mi cuarto, púseme a leer distraído uno de los libros predilectos del señor Paleari sobre la reencarnación. En cierto momento parecióme oír que hablaban en la azoteílla, y agucé el oído por ver si estaba allí Adriana. No. Eran dos personas las que hablaban, quedo y con mucha animación; pero una de las voces era de hombre, y no la del señor Paleari. Hombres en la casa no habíamos más que él y yo; así que, lleno de curiosidad, asoméme a la ventana y miré por las maderas. Parecióme distinguir en la oscuridad a la pianista. Pero ¿quién era el individuo con quien hablaba? ¿Habría llegado inesperadamente de Nápoles Terencio Papiano? Por cierta palabra que hubo de pronunciar más alto la pianista, comprendí que se estaban ocupando en mi persona. Acerquéme más a la persiana y agucé todavía más el oído. Aquel sujeto mostrábase enojado por las noticias que seguramente le habría dado de mí la pianista; ésta procuraba ahora serenarlo. —¿Es rico? —preguntó el hombre, una vez en el curso del coloquio. Y la pianista repuso: —No lo sé a punto fijo..., aunque lo parece. Porque él vive sin hacer nada... —¿Y está en casa siempre? —¡Ca, no! Además, ya lo verás mañana... Dijo exactamente así: verás. Luego lo tuteaba. Luego el tal Papiano, que no podía ser otro el sujeto, era amante de la señorita de Caporale. Pero entonces, ¿cómo me había estado haciendo aquella tantos arrumacos? Subió de punto mi curiosidad; pero cual si lo hicieran adrede, ellos bajaron todavía más la voz. No pudiendo ya valerme del oído, apelé a la vista. Y pude comprobar que la solterona le tenía puesta una mano en el hombro a su interlocutor, el cual no tardó en apartarla con malos modos. —Pero ¿cómo podía yo evitarlo? —exclamó la pianista, alzando un poco la voz con desesperación intensa—. ¿Quién soy yo ni qué represento en esta casa? —Anda y llama a Adriana ordenó el otro con imperio. Al oír el nombre de Adriana pronunciado en aquel tono, apreté yo los puños y sentí que la sangre se me alborotaba. —Está durmiendo —dijo la pianista. A lo que el otro, hosco y amenazador, repuso: —Bueno, pues ve y despiértala enseguida. No sé cómo me contuve para no abrir con furia la ventana. El esfuerzo que hice para imponerme aquel freno hizo que por un momento volviese en mí; las mismas palabras que acababa de pronunciar con tanta desolación la pobre pianista se me vinieron a los labios: «¿Qué soy yo ni qué represento en esta casa?» Apartéme de la ventana. Pero al momento recordé la disculpa de que me traían a mí en boca aquellos dos personajes, que hablaban de mí, y que el tipo aquel quería todavía interrogar, por lo visto, a Adriana; así que yo tenía el deber de averiguar y poner en claro cuáles eran sus condiciones y sentimientos para conmigo. Pero la facilidad con que admití aquella disculpa por la indelicadeza que cometía espiando y fisgando a hurtadillas, dióme a entender y dejóme traslucir que si yo echaba por delante lo de mi interés personal, hacíalo únicamente por no darme por enterado de aquel otro interés, más vivo, que otra personita me inspiraba en aquel instante. Torné a mirar por los resquicios de la persiana. Ya no estaba la pianista en la azotea. El otro individuo habíase quedado solo y ahora se había puesto a mirar al río, con los codos sobre el pretil y la cara entre las manos. Presa de una ansiedad loca, aguardé agachado, apretándome enérgicamente las rodillas con las manos, la llegada de Adriana a la azoteílla. Aquella larga espera no se me hizo ni pizca de pesada, sino que, por el contrario, hubo de procurarme una viva y creciente satisfacción, pues inferí de ella que Adriana resistíase a rendirse al imperio de aquel bellaco. Quizá la pianista la estuviese rogando con las manos juntas que acudiese a su llamada. Y el otro, en tanto, allí, en la azoteílla, esperaba comido del despecho. Llegué hasta hacerme la ilusión de que la solterona iba a venir a decirle a aquel tío que Adriana no quería levantarse. Pero no, que ya estaba allí. Papiano salióle enseguida al encuentro. —¡Váyase usted a acostar! —intimóle a la pianista—, que tengo que hablar con mi cuñada. Obedeció la solterona, y entonces Papiano aprestóse a cerrar la puerta de comunicación de la azotea con el comedor. —¡Eso no! —gritó Adriana, tendiendo un brazo hacia la puerta. —Es que tengo que hablarte —saltó el cuñado con tono desabrido, esforzándose por bajar la voz. —Pues habla de una vez. ¿Qué es lo que quieres decirme? —exclamó Adriana—. ¿Tanta prisa te corría, que no has podido aguardarte a mañana? —No. ¡Tengo que hablarte ahora mismo! —replicó el otro, cogiéndola de un brazo y tirando de ella. —Pues acaba, hombre —gritó Adriana zafándose airadamente. Yo no pude contenerme ya y abrí la persiana. —¡Oh, señor Meis! —exclamó Adriana—. ¿Quiere usted hacer el favor de venir un momento? —¡Allá voy, señorita! —respondí al punto. El corazón dióme un brinco de alegría y de gratitud; de un salto me planté en el corredor; pero al salir, encontréme junto a la puerta de mi cuarto, casi acurrucado encima de un baúl, a un jovencito esmirriado, muy rubio, con una cara entre larga y muy descolorida, que abría como a duras penas un par de ojos azules, muy lánguidos y bobalicones. Quedéme un momento sorprendido, mirándolo; luego pensé que sería el hermano de Papiano, y salí a la azotea. —Señor Meis —díjome Adriana—, aquí le presento a mi cuñado Terencio Papiano, que acaba de llegar de Nápoles. —¡Mucho gusto en conocerle! —exclamó aquél, descubriéndose. Y, haciéndome una reverencia, estrechóme calurosamente la mano. —Siento haber estado tanto tiempo ausente de Roma; pero estoy seguro de que mi cuñadita habrá sabido atenderle debidamente; ¿no es verdad? Si echase de menos alguna cosa, no tiene más que decirlo, ¿ eh?... Si necesitase, por ejemplo, una mesa de escribir más grande.... o algún otro mueble, díganoslo sin andar con ceremonias... Nosotros tenemos a gala el complacer a nuestros huéspedes... —Gracias, gracias —repuse yo—; pero no me hace falta nada absolutamente. —No tiene que darme las gracias, que ésa es nuestra obligación... Y si me necesita para alguna cosa, no tenga reparo en disponer de mí... pero, Adriana, hija mía, tú ya te habías acostado. Vuélvete a la cama, si quieres... —¡Ya, para qué! —exclamó Adriana sonriendo con su acostumbrada melancolía—. Ya que estoy levantada... Y se arrimó al pretil para mirar al río. Comprendí que no quería dejarme solo con el cuñado. ¿Qué era lo que temía? Quedóse allí absorta, al parecer, en la contemplación del río, mientras el hombre, sin ponerse el sombrero, me hablaba de Nápoles, donde había tenido que estarse más tiempo del que pensaba, copiando infinitos documentos del archivo particular de la duquesa Teresa Ravaschieri Fieschi, nuestra madre la duquesa, como la llamaban todos, o nuestro paño de lágrimas, como en justicia debía llamarse; documentos de extraordinario valor, llamados a arrojar nueva luz sobre el fin del reino de las dos Sicilias, y principalmente sobre la figura de Cayetano Filangieri, príncipe de Satriano, que el marqués de Giglio, don Ignacio Giglio d’Auletta, con el cual estaba Papiano de secretario, proponíase ilustrar con una biografía prolija y veraz. Veraz, por lo menos, en cuanto se lo consintiera su fidelidad y adhesión a los Borbones. Parlaba por los codos. Saltaba a la vista que se escuchaba a sí mismo, complaciéndose en aquella verborrea, empleando expresiones de folletín por entregas y recalcando sus palabras con risas y gestos oportunos. Yo le escuchaba sin pestañear, asintiendo de vez en cuando con la cabeza a lo que decía, y echando alguna que otra furtiva mirada a Adriana, que seguía absorta en la contemplación del río. —¡Claro! —exclamó Papiano con voz de barítono—. ¡Como que el marqués de Giglio d’Auletta es un partidario de los Borbones y un clerical de tomo y lomo! Y haber de servirle yo de secretario.... yo, que... (tengo que andar con tapujos para decirlo hasta en mi misma casa); yo que todas las mañanas lo primero que hago es saludar con la mano la estatua de Garibaldi en el Janículo. ¿No la ha visto usted? Desde aquí se divisa admirablemente. Yo me quedaría ronco de gritar: “¡Viva el veinte de septiembre!” ¡Le digo a usted...! Aunque, por lo demás, el marqués es una bellísima persona, sólo que reaccionario a machamartillo... ¡Qué vamos a hacerle! Todo por el cocido. ¡Le juro a usted que algunas veces me entran unas ganas de escupirle! Y de rabia de no poder hacerlo, se me forma en la garganta un nudo que me ahoga... Pero ¡qué hemos de hacerle! ¡El cocido! Encogióse por dos veces de hombros, levantó los brazos y se aporreó los muslos. —Oye, tú, Adrianita —exclamó luego, llegándose a la joven y ciñéndole el talle con ambas manos—. Anda, vete a acostar; ya es tarde. Y este caballero tendrá sueño. Delante de la puerta de mi cuarto estrechóme la mano Adriana con inusitada energía. Yo, al quedarme solo, tuve algún tiempo cerrado el puño como para prolongar la presión de su mano. Toda la noche me la pasé cavilando y dándoles vueltas en el magín a mil pensamientos. La ceremoniosa hipocresía, el zalamero y locuaz servilismo de aquel tipo y su mala índole eran tales como para hacerme intolerable la permanencia en aquella casa, en la cual —no había duda— quería mandar como amo y señor, aprovechándose de la bonachería del suegro. ¡Quién sabe qué mañas emplearía a ese fin! Podía figurármelo, al ver la facilidad con que cambiara radicalmente de actitud en mi presencia. ¿Pero por qué vería con tan malos ojos el que yo viviese en la casa? ¿Por qué no sería yo para él un huésped como cualquier otro? ¿Qué sería lo que la pianista le había contado de mí? ¿Podía él seriamente sentir celos de mí por culpa de aquella estrambótico amante? ¿O tendrían sus celos otro origen? Aquella su manera de proceder, arrogante y recelosa; el modo como echó de la azotea a la pianista para quedarse a solas con Adriana, a la que al principio interpelara con tanta violencia; la rebeldía de la joven y su oposición a que cerrara la puerta; la turbación de que daba muestras cada vez que se le mentaba a su cuñado ausente, todo eso corroboraba para mí la odiosa sospecha de que el tal cuñadito tenía sus miras particulares sobre ella. Pero, aunque así fuere, ¿por qué me devanaba yo tanto los sesos? ¿No era dueño, al fin y al cabo, de irme de aquella casa en cuanto el tal Papiano me resultara molesto? ¿Quién me sujetaba allí? Nadie. Sólo que con ternísima complacencia recordaba luego que Adriana habíame llamado desde la azoteílla como implorando mi protección, y que al despedirse me había apretado muy fuerte la mano... Había dejado abierta la persiana. Y en su vano dejóse ver de pronto la luna, ni más ni menos que si hubiera querido fisgarme y cogerme desvelado todavía en la cama para decirme: —¡Estoy al cabo de la, calle de todo, rico! Y tú, ¿no lo estás?... ¿De veras?... |
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